Antiprotozoarios

Antiprotozoarios, fuente inagotable de curiosidades.

curioso el gran número de antibacterianos, que actúan sobe células procariotas, las bacterias, y también lo hacen sobre protozoos, células eucariotas

De los primeros agentes infecciosos conocidos, causantes de graves procesos, es lógico deducir que estuvieran en el punto de mira de los investigadores de todas las épocas; Raro es el fármaco en el que no se haya pensado con potencial utilidad en alguna de las enfermedades producidas por protozoos.

De aquí que la lista de fármacos ensayados casi coincide con los existentes, al menos en el siglo XIX y primera mitad del XX. Resumiremos algunas curiosidades.

Los antimoniales, Paracelso y sus discípulos emplearon el antimonio en medicina humana aunque sus adversarios lograron en 1566 que la Academia de París prohibiera su empleo. Se levantaría la prohibición en 1666, adquiriendo fama de eficacia hasta el siglo XIX en que comenzó a disminuir su uso. Durante mucho tiempo se indicó como vomitivo por la irritación gástrica que produce.

A principios de siglo XX, en 1907, Plimmer y Thomson descubrieron sus propiedades frente a la tripanosomiasis, obteniendo así las primeras drogas frente a esta parasitosis, los derivados más famosos fueron los compuestos de antimonio trivalente: el antimosán o tartaro emético, descubierto por Uhlenhuth y el estibofén o fuadina que se introduce a partir del año 1929.

El primero fue introducido por Gaspar de Vianna en 1913 como fármaco específico en el tratamiento de las leishmaniosis, siendo el primero usado por vía endovenosa. Los antimoniales pentavalentes sustituirían luego a los trivalentes por eficacia y menor toxicidad.

Son muy numerosos, destacando el estibosán, neostibosan y sobre todo el antimoniato de meglumina comercializado por la casa Rhodia Ibérica con el nombre de glucantine, que apareció en la década de los cincuenta, especialmente indicado en el tratamiento de cualquiera de las especies de Leishmanias. En la actualidad los antimoniales se emplean solamente en la leishmaniasis (pentavalentes) y en la esquistosomiasis (trivalentes).

Los colorantes y arsenicales ya los comentamos en otro capítulo revisando el protagonismo de Ehrlich. Pero podemos destacar algunos hechos curiosos:

Bruce utilizó la triparsamida o ácido arsenioso, en la enfermedad del sueño, transmitida por la mosca Tsé Tsé, donde comprobó su eficacia. Ehrlich en 1909, postula que la acción tripanicida del atoxil “in vivo” se debe a la reducción del arsénico pentavalente a la forma trivalente por las células del huésped y ésta forma si era activa in vitro.

El melarsoprol o mel B es un arsenical trivalente (el arsénico se encuentra unido al dimercaprol) de igual eficacia y menor toxicidad que otros arsenicales como el melarsén o la triparsamida.

Eficaz en el tratamiento de las tripanosomiosis hoy día solo se emplea en la fase meningoencefálica de la enfermedad. Penetra con mayor facilidad en el parásito que en las células humanas. Como arsenical actúa sobre los grupos mercapto de las proteínas inactivando diversas enzimas.

Lo curioso es que sigue siendo útil casi 100 años después. Tras los ensayos con numerosos arsenicales en tripanosomiasis, un pentavalente, el estovarsol se empleó por vez primera en el paludismo en 1924, por Valentini y Tomasilli y posteriormente por Marchoux y otros autores, con diferentes resultados.

Diamidinas En el año 1937, Lourier y Yorke descubrieron la actividad de este grupo sobre los tripanososmas. En la década de la penicilina (1940-50) Hay equipos que estudian los antiprotozoarios interesándose por las diamidinas Las más activas son la propamidina, estilbamidina y pentamidina.

La propamidina es usada frente a Acantamoeba y Naegleria, la hidroxiestilbamidina, es de segunda elección en el tratamiento de las tripanosomiasis, blastomicosis americana y leishmaniasis, y la pentamidina, droga que aún se utiliza, de espectro relativamente amplio es eficaz frente a tripanososmas y leishmanias.

Su mecanismo de acción no es bien conocido; puede consistir en la combinación e interacción con el ADN, inhibiendo la replicación del quinetoplasto del protozoo, o bien en la inhibición de la captación o la función de poliaminas, RNA polimerasa, ácidos nucleicos o la función ribosomal. La curiosa paradoja es que en tiempos de continuos avances, 60 años después siguen de actualidad.

Una curiosidad aparte la constituye elalopurinol Desde comienzos de la década de 1980 se conoce que el alopurinol, indicado en los enfermos de gota, el ribonucleósido de alopurinol y otros análogos de las purinas pueden inhibir el crecimiento de Leihsmanias spp y Tripanosona cruzy. En el parásito, el alopurinol se transforma en nucleótidos tóxicos, que bloquean la síntesis proteica y rompen el RNA.

La amebiasis también ha preocupado a los investigadores teniendo siempre de referencia a la emetina. Usada por los indios americanos y luego en Europa como vomitivo, extraída de la raíz de la ipecacuana fue identificada como un alcaloide a principios del XVIII por Pletier y Magendie y un siglo mas tarde (1912) Welder observó la acción in vitro sobre amebas incorporándolo rápidamente como fármaco específico.

En 1955 Palmer demostró su concentración hepática derivándose 2 aplicaciones inmediatas: indicación exclusiva de la amebiasis hepática, no intestinal y b) utilización de la emetina en Fasciola hepatica. A partir de 1948 (Goodwin) se soluciona el tratamiento de las amebiasis intestinales al demostrarse la actividad de las 8 hidroquinolinas (vioformo, yodoquinol, Yatren 105).

El mayor abastecedor de curiosidades y anécdotas han sido los fármacos antipalúdicos, especialmente la quina o chinchona ya citada en varios capítulos. Los mecanismos de acción, las resistencias, los planes de la OMS, los sucesivos fracasos de planes de erradicación y/o control, las políticas de precios etc. siguen surtiendo de noticias, no siempre agradables, al mundo científico.

Resulta también curioso el gran número de antibacterianos, que actúan sobe células procariotas, las bacterias, y también lo hacen sobre protozoos, células eucariotas (se revisan en otro capítulo) muy próximas en su complejidad a las células humanas, de donde se deduce que la toxicidad selectiva no es tan selectiva.

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