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A finales del siglo XIX, a favor del uso de colorantes, se conocía la relación de algunos microorganismos con células, como era el caso de Plasmodium con eritrocitos y hepatocitos, o Sthaphylococcus, gonococos y meningococos con polimorfonucleares. A lo largo del siglo XX se fueron conociendo a fondo estas relaciones describiendo los mecanismos patogénicos de M. tuberculosis, Rickettsias, Chlamydias, Salmonella, Shigella, toxoplasmas y virus.
Curiosamente, durante mucho tiempo prácticamente ningún equipo estudió las condiciones que debía reunir los antibióticos adecuados.
De forma empírica se han ido seleccionando antibióticos eficaces para cada tipo de cuadro y por lógica se establece qué grupos de antibióticos presentan una buena concentración intracelular.
Tetraciclinas, cloranfenicol y macrólidos dan cobertura a la mayoría de estos procesos excepto los que requieren tratamientos específicos.
1977 es el año en que se produce un cambio sustancial, casi revolucionario. Como “no hay mal que por bien no venga”, emerge la enfermedad de los legionarios originando una verdadera convulsión en el campo de la infección. Se trata de una enfermedad nueva, a cuya investigación se dedican numerosos recursos. En 1980 se confirma empíricamente la eficacia de la eritromicina y el carácter intracelular del patógeno.
Se busca la explicación de la eficacia de macrólidos y tetraciclinas y se desencadena una serie de líneas de investigación de gran importancia. En cada antibiótico se empiezan a estudiar los mecanismos de penetración, concentración intracelular, estabilidad etc. así como la influencia sobre la función de las propias células. Farmacodinamia, inmunomodulación, y farmacocinética dan una importancia extraordinaria a la farmacología clínica. Y de rebote se conocen mas a fondo los mecanismos patogénicos de muchas infecciones, como se exponen a continuación.
Las bacterias patógenas intracelulares obligadas son las Rickettsias (del grupo tifus exántematico) y las Chlamydias productores del tracoma. Otros microbios son patógenos intracelulares facultativos como es el caso de Salmonellas (fiebres tifoparatificas) Shigella (disenterías), Listeria, bacilo tuberculoso o brucelas.
La mayoría de los patógenos tienen estructuras y sistemas para evadirse de la fagocitosis como es el caso de neumococos, espiroquetas, Klebsiellas etc. Sin embargo los patógenos intracelulares se dejan “capturar” por las células defensivas fagocíticas pero luego son capaces de multiplicarse dentro del fagocito o se limitan a persistir en el interior hasta que llegue la situación optima para multiplicarse.
En el fagocito quedan secuestrados en una estructura vesicular recubierta de membrana (fagosoma). Después, unos rompen el fagosoma multiplicándose in situ, en el citosol celular, aprovechando los nutrientes de la célula (Shigella y Ricketsias son ejemplos); otros como Chlamydias, Salmonellas, legionelas o bacilos tuberculosos permanecen entre el retículo membranoso al abrigo de la acción hidrolítica lisosómica.
En otras ocasiones, ciertos E. coli enteropatógenos o H. pylori (el de la úlcera duodenal) producen invasinas activadoras desencadenantes de un proceso por el que se expresa el citoesqueleto de la célula, facilitando un fuerte amarre de la célula bacteriana. Diarrea o inflamación gástrica es la consecuencia respectiva en los patógenos citados. Otras bacterias como los micoplasmas, literalmente se fusionan con la membrana de la célula huésped.
En todas los casos disponen de una serie de ventajas: quedan al abrigo de las defensas inmunes, disponen de los nutrientes del citosol y no tienen la competencia de la microflora. Pero también tienen inconvenientes para su multiplicación: la limitación de espacio, enzimas líticas celulares y la acidificación del medio.
En estas circunstancias deben llegar y actuar los antibióticos durante el tratamiento. Es decir deben llegar al foco de infección, entrar en la célula parasitada por un mecanismo, generalmente activo, que le permita alcanzar una alta concentración superior al medio exterior, mantenerse estable en condiciones hostiles (ácido estable sobre todo) y tener una actividad antimicrobiana adecuada.
Estas características las reúnen solo unos pocos antimicrobianos: macrólidos, lincosamidas, rifampicina, quinolonas, tetraciclina y cloranfenicol. Algunos presentan concentraciones intracelulares 5-8 veces superiores a las séricas. Las diferencias entre antibióticos se entienden por las diferencias microcompartimentales en los que deben actuar y por la sensibilidad de los propios patógenos intracelulares.
Este tema ha tenido una especial importancia: Explicó el éxito en la terapia empírica en legionelosis con macrólidos y quinolonas o en rikettsiosis con tetraciclinas por ejemplo.
Ha sido un incentivo para el desarrollo de la farmacología clínica que ha permitido la revisión del valor, con criterio predictivo, de: la concentración sérica y tisular, el volumen de distribución, el efecto postantibiótico, la revisión de los puntos de corte (de sensibilidad), resultados clínicos paradójicos, el potencial uso de antibióticos como los señalados en cardiopatía isquémica y otros procesos que se podrían beneficiar de la acción antiinflamatoria y específica antimicrobiana en caso de implicar etiológicamente a clamidias, Rickettsias u otros
Autor: J. Prieto. Artículo de “Curiosidades históricas de los medicamentos» sobre la Legionelosis y los antibióticos
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