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Desde el punto de vista estrictamente literario, la primera parte de su autobiografía, aparecida con la llegada del siglo XX (1901) y titulada Recuerdos de mi vida: Infancia y Juventud, es su mejor y más lograda obra. Se trata de una obra intimista, de confesión, y en ella cuenta, con soltura, claridad y precisión los avatares de su infancia y cómo el adolescente se abre al mundo; el libro se cierra con el drama vital de su experiencia como médico militar en Cuba, de la que volvería enfermo y desengañado,
“como un pobre Quijote molido a palos por los yangüeses de la Administración” (G. Durán y F. Alonso), su desesperanza mientras se curaba de la tuberculosis en el balneario de Panticosa, su matrimonio con Silveria Fañanás y la obtención de la cátedra de Anatomía en la Facultad de Medicina de la Universidad de Valencia (1883).
Según Gregorio Marañón, los Recuerdos debieron ser para Cajal “ese libro que todo autor escribe para recrearse él mismo, como en un espejo, no adulador, sino generoso, sin que le importe gran cosa el juicio de los demás” y completa su análisis el gran clínico y escritor: “Están sus páginas evidentemente redactadas con emoción y con deleite, con cuidadoso retoque en el estilo y llenas de sentido de ejemplaridad”.
La obra contó con interminables elogios de los críticos y de algunos de los principales literatos coetáneos de Cajal y, lo que es más importante, con el entusiasta reconocimiento de los lectores de varias generaciones, como lo demuestran las numerosas ediciones realzadas en España y el hecho de ser uno de los textos más traducidos a otras lenguas a lo largo del siglo XX. Tomando el título de la interesante trilogía del excelente Arturo Barea, podemos decir que lo que hace Cajal en la primera parte de su autobiografía es narrar “la forja de un rebelde”.
La obra se abre con el relato de su nacimiento:
“Nací el 1 de mayo de 1852 en Petilla de Aragón, humilde lugar de Navarra, enclavado por singular capricho geográfico en medio de la provincia de Zaragoza, no lejos de Sos”.
Esta singularidad del lugar de nacimiento será uno de los determinantes de su españolidad, pues, como confiesa más adelante:
“Carezco, pues, de patria chica bien precisada (en virtud de la singularidad ya mentada de pertenecer Petilla a Navarra, no obstante estar enclavada en Aragón).
Contrariedad desagradable de haberme dado el naipe por la política; pero ventaja para mis sentimientos patrióticos, que han podido correr más libremente por el ancho y generoso cauce de la España plena”.
De Petilla apenas guarda recuerdos durante una buena parte de su vida y sólo una excursión tardía a la aldea natal le devuelve el paisaje en el que habían transcurrido los primeros años de su vida, en los que “…al decir de mis parientes era yo entonces un diablillo inquieto, voluntarioso e insoportable”.
Por la estupenda “fotografía” que hace de él, Petilla debía ser un pueblo paupérrimo y abandonado, aunque no muy diferente de otros muchos lugares desparramados por la geografía de la España decimonónica:
“El panorama, que hiere los ojos desde el pretil de la iglesia, no puede ser más
romántico y a la vez más triste y desolado. Más que asilo de rudos y alegres aldeanos,
parece aquello lugar de expiación y de castigo. Una gran montaña, áspera y
peñascosa, de pendientes descarnadas y abruptas, llena con su mole casi todo el
horizonte; a los pies del gigante y bordeando la estrecha cañada y accidentado sendero
que conduce al lugar, corre rumoroso un arroyo nacido en la vecina sierra; los estribos
y laderas del monte, única tierra arable de que disponen los petillenses, aparecen como rayados por infinidad de estrechos campos dispuestos en graderías, trabajosamente defendidos de los aluviones y lluvias torrenciales por robustos contrafuertes y paredones; y allá en la cumbre, como defendiendo la aldea del riguroso cierzo, cierran el horizonte y surgen imponentes y colosales peñas a modo de tajantes hoces, especie de murallas ciclópeas surgidas allí a impulso de algún cataclismo geológico.
Al amparo de esta defensa natural, reforzada todavía por castillo feudal actualmente en ruinas, se levantan las humildes y pobres casas del lugar, en número de cuarenta a sesenta, cimentadas sobre rocas y separadas por calles a irregulares cuyo tránsito dificultan grietas, escalones y regueros abiertos en la peña por el violento rodar de las aguas torrenciales.
Al contemplar tan mezquinas casuchas, siéntese honda tristeza. Ni una maceta en las ventanas, ni el más ligero adorno en las fachadas, nada en fin, que denote algún sentido del arte, alguna aspiración a la comodidad y al confort. Bien se echa de ver, cuando se traspasa el umbral de tan mezquinas viviendas, que los campesinos que las habitan gimen condenados a una existencia dura, sin otra preocupación que la de procurarse, a costa de ruda fatigas, el cotidiano y fragilísimo sustento”.
Tras un breve paso por Larrés y Luna, la familia recala en Valpalmas, pueblo de Zaragoza, cercano a Egea de los Caballeros, donde empieza a forjarse el carácter díscolo, excesivamente misterioso y retraído del pequeño Santiago:
“Mi educación e instrucción comenzaron en Valpalmas, cuando yo tenía cuatro años de edad.
Fue en la modesta escuela del lugar donde aprendí los primeros rudimentos de las letras; pero en realidad mi verdadero maestro fue mi padre, que tomó sobre sí la tarea de enseñarme a leer y a escribir, y de inculcarme nociones elementales de geografía, física, aritmética y gramática.
Tan enojosa misión constituía para él, más que obligación inexcusable, necesidad irresistible de su espíritu, inclinado, por natural vocación, a la enseñanza. Sentía deleite incomprensible en despertar la curiosidad infantil y acelerar la evolución intelectual, tan perezosa a veces en ciertos niños. De mi progenitor puede decirse justamente lo que Sócrates blasonaba de sí: que era excelente comadrón de inteligencias.
Hay, realmente, en la función docente algo de la satisfacción altiva del domador de potros; pero entra también la grata curiosidad del jardinero, que espera ansioso la primavera para reconocer el matiz de la flor sembrada y comprobar la bondad de los métodos de cultivo.
Tengo para mi que desenvolver un entendimiento embrionario, recreándose en sus adelantos e individualizándolo progresivamente, es alcanzar la paternidad más alta y más noble; es como corregir y perfeccionar la obra de la Naturaleza. Fabricar cerebros originales: he aquí el gran triunfo del pedagogo”.
Durante los últimos años pasados en Valpalmas ocurrieron tres sucesos que tuvieron una influencia decisiva en las ideas y sentimientos posteriores de Ramón y Cajal: la conmemoración de las gloriosas victorias de África; la caída de un rayo en la escuela y en la ig1esia del pueblo, y el famoso eclipse de sol del año 60.
En relación al primero de ellos comenta Cajal:
“Entre los festejos preparados para celebrar la entrada de nuestras tropas en Tetuán, recuerdo las marchas, pasodobles y jotas, ejecutados con más fervor que afinación, por cierta murga traída de no sé dónde; y una hoguera formidable encendida en la plaza pública, y en cuyas brasas se asaron y cocinaron, a semejanza de lo contado por Cervantes en las bodas de Camacho, muchos carneros y gallinas.
Al compás de ruidosa y desapacible orquesta, circulaban de mano en mano, sin darse punto de reposo, botas rebosantes de vino añejo, así como sabrosas tajadas, a las cuales, como se comprenderá bien, no hicimos asco los chicos; antes bien jubilosos por la fiesta y el jolgorio, y entusiasmados por esa especie de comunión patriótica, nos pusimos ahítos de carne y medio calamocanos de mosto.
Fue ésta la primera vez que surgieron en mi mente, con alguna clarividencia, el sentimiento de la patria y sus raíces históricas (…)
Andando el tiempo y creciendo en luces y reflexión, eché de ver que, en punto a agresiones injustas y desapoderadas, allá se van todos los pueblos. Todos hemos hecho guerras justas e injustas. Y al fin han prevalecido, no los más valerosos, sino los más ricos, industriosos e inteligentes.
No es, pues, de extrañar que más adelante repudiara la inquina y la antipatía al extranjero, para no cultivar sino la faz positiva del patriotismo, es decir, el amor desinteresado de la casta y el ferviente anhelo de que mi país desempeñara en la historia del mundo y en las empresas de la civilización europea lucido papel”.
“El segundo acontecimiento al que hice referencia –continúa Cajal–, es decir, el rayo caído en la escuela, con circunstancias y efectos singularmente dramáticos, dejó también ancha estela en mi memoria.
Por la primera vez aparecióse ante mí, con toda su imponente majestad, esa fuerza ciega e incontrastable imperante en el Cosmos, fuerza indiferente a la sensibilidad y que parece no distinguir entre inocentes y malvados (…).
Por primera vez cruzó por mi espíritu, profundamente conmovido, la idea del desorden y de la inarmonía. Sabido es que para el niño la naturaleza constituye perpetuo milagro (…).
Más he aquí que de improvisto tan hermosa concepción, que yo, como todos los niños, había adoptado, se tambalea. La riente paleta del sublime Artista se entenebrece; inopinadamente, el idilio se trueca en tragedia.
Mi espíritu flotaba en un mar de confusiones y las interrogaciones angustiosas se sucedían sin hallar respuesta satisfactoria”.
El tercer acontecimiento fue el eclipse que tuvo lugar en el año 1860:
“…Anunciado por los periódicos, esperábase ansiosamente en el pueblo, en el cual muchas personas, protegidos los ojos con cristales ahumados, acudieron a cierta colina próxima, desde la cual esperaban observar cómodamente el sorprendente fenómeno. Mi padre me había explicado la teoría de los eclipses y yo la había comprendido bastante bien. Quedábame empero un resto de desconfianza.
¿No olvidará la luna la ruta señalada por el cálculo? ¿Se equivocará la ciencia? La inteligencia humana, que no pudo prever la caída de un rayo en mi escuela, ¿será capaz, sin embargo, de predecir fenómenos ocurridos más allá de la tierra, a millones de kilómetros? (…).
Es justo reconocer que la casta Diana acudió a la cita, cumpliendo a conciencia y con admirable exactitud su programa. Parecía como que los astrónomos, además de profetas, habían sido un poco cómplices, empujando la luna con las palancas de sus enormes telescopios hasta el lugar del cielo donde habían acordado ensayar el fenómeno (…).
Se comprenderá fácilmente que el eclipse del 60 fuera para mi tierna inteligencia luminosa revelación. Caí en la cuenta, al fin, de que el hombre, desvalido y desarmado enfrente del incontrastable poder de las fuerzas cósmicas, tiene en la ciencia redentor heroico y poderoso y universal instrumento de previsión y de dominio”.
Cumplidos los ocho años, se produce un nuevo traslado familiar, esta vez a Ayerbe, villa “cuya riqueza y población prometíanle mayores prestigios profesionales y más amplio escenario para sus proezas quirúrgicas” al que reiteradamente a lo largo del texto Cajal llama “el autor de mis días”.
Es la época del pleno disfrutar de los sentidos, del despertar de los instintos guerreros y artísticos, de convertir las horas del día en un incansable Saturno devorador de juegos, travesuras y picardías. No obstante, reflexiona Cajal sobre el valor educativo de los juegos apoyándose en los textos de distintos autores y sacando sus propias conclusiones:
“Tienen los juegos de la niñez, y particularmente los juegos sociales, en los que se combina, en justa proporción, los ejercicios físicos con las actividades mentales, gran virtud educadora.
En esos certámenes de la agilidad y de la fuerza, en esos torneos donde se hace gala del valor, de la osadía y de la astucia, se valoran y contrastan las aptitudes, se templa y robustece el cuerpo y se prepara el espíritu para la ruda concurrencia vital de la edad viril. No es, pues, extraño que muchos educadores hayan dicho que todo el porvenir de un hombre está en su infancia (…)
Por mi parte, siempre he creído que los juegos de los niños son preparación absolutamente necesaria para la vida; merced a ellos, el cerebro infantil apresura su evolución, recibiendo, según los temas preferidos y las diversiones ejercitadas, cierto sello específico moral e intelectual, de que dependerá en gran parte el porvenir”.
La vena artística comienza a manifestarse de tal forma que “Una pared lisa y blanca ejercía sobre mí irresistible fascinación” al tiempo que estos ensayos “crearon en mí hábitos de soledad y contribuyeron no poco al carácter huraño que tanto disgustaba a mis padres”. Por otra parte, Santiago se rebela contra un ambiente familiar tremendamente austero que cortaba sus ilusiones y fantasías:
“…Ciertamente, sin el misterioso atractivo del fruto prohibido, las alas de la imaginación hubieran crecido, pero no hubiera llegado quizá a adquirir el desarrollo hipertrófico que alcanzaron. Descontento del mundo que me rodeaba, refugiéme dentro de mí.
En el teatro de mi calenturienta fantasía sustituí los seres vulgares que trabajan y economizan por hombres ideales, sin otra ocupación que la serena contemplación de la verdad y de la belleza. Y traduciendo mis ensueños al papel, teniendo por varita mágica mi lápiz, forjé un mundo a mi antojo, poblado de todas aquellas cosas que alimentaban mis ensueños.
Paisajes dantescos, valles amenos y rientes, guerras asoladoras, héroes, griegos y romanos, los grandes acontecimientos de la Historia…, todo desfilaba por mi lápiz inquieto, que se detenía poco en las escenas de costumbres, en la copia del natural vulgar y en los tráfagos de la vida común (…)”.
La necesidad de expresión artística y la ensoñación con gestas heroicas
continuaron durante los primeros años de Instituto en la fría, pero llena de encantos, ciudad de Jaca, como se puede apreciar en el siguiente fragmento car gado de romanticismo:
“…Una de mis giras predilectas era bajar el río Aragón, Corretear por los bordes de su profundo y peñascoso cauce, remontando la corriente hasta que me rendía el cansancio.
Sentado en la orilla, embelesábame contemplando los cristalinos raudales y atisbando a través del inquieto oleaje los plateados pececillos y los pintados guijarros del álveo. Más de una vez, enfrente de algún peñasco desprendido de la montaña, intenté, aunque en vano, copiar fielmente en mi álbum los cambiantes fugitivos de las olas y las pintadas piedras que emergían a trechos, cubiertas de verdes musgos.
A menudo, tras largas horas de contemplación, caía en dulce sopor: el suave humor del oleaje y el tintineo de las gotas al resbalar de los guijarros paralizaban mi lápiz, anublaban insensiblemente mis ojos y creaban en mi cerebro un estado de subconsciencia propicio a las fantásticas evocaciones.
El murmullo de la corriente adquiría poco a poco el timbre de trompa guerrera; y el susurro del viento parecía traer de las azules playas del pasado la voz de la tradición, henchida de heroicas gestas y de doradas leyendas…”.
Por entonces Santiago “vivía en esa dichosa edad en que el niño siente más admiración por las obras de la Naturaleza que por las del hombre; época feliz cuya única preocupación es explorar y asimilarse el mundo exterior”, aunque muchas veces esta alegría se verá truncada por los castigos y encierros de los frailes escolapios, creándose un círculo vicioso de rebeldía-castigo-rechazo a los estudios, que sólo se rompería con el regreso a Ayerbe:
“Cuando regresé a Ayerbe en las próximas vacaciones, mi pobre madre apenas me reconoció: tal me pusieron el régimen del terror y el laconismo alimenticio.
De mí podía contarse en verdad cuanto Quevedo dice en su Gran tacaño de los pupilos del dómine Cabra. Seco, filamentoso, poliédrica la cara y hundidos los ojos, largas y juanetudas las zancas, afilados la nariz y el mentón, semejaba tísico en tercer grado. Gracias a los mimos de mi madre, a la vida al aire libre y a la suculenta alimentación, recobré pronto las fuerzas. Y viéndome otra vez lustroso y macizo, volví a tomar parte en las peleas y zalagardas de los chicuelos de Ayerbe”.
Las travesuras fueron subiendo de tono y, a veces, adquirieron tintes dramáticos como en el famoso episodio del cañón, que acabó con los huesos de Santiago, que contaba once años, en la mismísima cárcel del pueblo.
Pero el episodio, lejos de amedrentarlo, le exacerbó sus deseos de aventuras, y pronto cambió la honda –en cuyo manejo había alcanzado alta precisión– por nuevos cañones y escopetas.
Esta primera parte es la que raya a una mayor altura literaria y de ella diría el gran novelista y crítico Ramón Pérez de Ayala: “yo la coloco a la par de las mejor logradas obras de la picaresca clásica, por su lenguaje, por su amenidad, por su humanidad, por su gracejo”.
En los capítulos centrales del libro Ramón y Cajal describe los estudios de Bachillerato en el Instituto de Huesca y las satisfacciones, a veces aderezadas con nuevas algaradas, que encuentra en la capital oscense, la fasci nación por el color, el placer de la lectura tras el descubrimiento de la biblioteca de su vecino pastelero y el consiguiente recrudecimiento del furor romántico, sus primeros escritos, ya comentados, sus aprendizajes de barbero y zapatero, algunas aventuras locas y ciertas travesuras desdichadas, sus diferencias con algunos de los profesores y las desavenencias con su padre, quien llega un momento que “no ve cómo sacarle punta”, aunque al final, superado ya el Bachillerato y los ejercicios de grado, le inculca el amor por la anatomía y la disección: “En adelante vi en el cadáver no la muerte, con su cortejo de tristes sugestiones, sino el admirable artificio de la vida”.
De su etapa adolescente señala Cajal dos inventos que le produjeron gran asombro: el ferrocarril y la fotografía. El primero de ellos había iniciado su andadura en España con la puesta en funcionamiento de la línea Barcelona –Mata
ró a finales de octubre de 1848, a la que siguió la de Madrid–Aranjuez, inaugurada oficialmente en febrero de 1851. Cuando 14 o 15 años después el mozalbete Santiago sube por primera vez al tren en la estación de Almudévar para dirigirse a Huesca, la red de ferrocarril disponía ya de varios miles de kilómetros en España:
“…Y así, cuando apareció el tren experimenté sensación de sorpresa mezclada de pavor. A la verdad, el aspecto del formidable artilugio era nada tranquilizador. Delante de mí avanzaba, imponente y amenazadora, cierta mole negra, disforme, compuesta de bielas, palancas, engranajes, ruedas y cilindros.
Semejaba a un animal apocalíptico, especie de ballena colosal forjada con metal y carbón. Sus pulmones de titán despedían fuego; sus costados proyectaban chorros de agua hirviente; en su estómago pantagruélico ardían montañas de hulla; en fin, los, poderosos resoplidos y estridores del monstruo sacudían mis nervios y aturdían mi oído.
Al colmo llegó mi penosa impresión cuando reparé sobre el ténder dos fogoneros, sudorosos, negros y feos como demonios, ocupados en arrojar combustible al anchuroso hogar.
Miré entonces a la vía y creció todavía mi alarma al reparar la desproporción entre la masa de la locomotora y los endebles, roñosos y discontinuos rieles debilitados además por remaches y rebabas. Cuando el tren los pisaba parecían gemir dolorosamente, doblegándose al peso de la mole metálica. El valor me abandonó por completo.
Paralizado por el terror, dije a mi abuelo:
-¡Yo no me embarco!… Prefiero marchar a pie…
Sin hacerme caso, mi colosal antepasado, quieras que no me embutió en un vagón. Entráronme sudores de angustia. Un vaho de carne desaseada y maloliente ofendió mis narices. Encontrame, barajado y como bloqueado, entre maletas, cestas, gallinas, conejos y zafios labriegos y aldeanas.
Por fortuna, a poco de arrancar el tren fue disipándose el susto: la imagen del paisaje sirvió cono derivativo a la emoción. Colgado a la ventanilla, contemplé embebido la cabalgata interminable de aldeas grises, de chopos raquíticos, palos del telégrafo, trajinantes polvorientos y amarillos rastrojos.
Y al fin al ver cómo avanzábamos, me di cuenta cabal de las ventajas de aquel singular modo de locomoción. Llegados a Vicien, mi tranquilidad era completa”.
El encuentro con la fotografía se produjo un poco después, treinta años más tarde de que R. Alabern, colaborador de Daguerre en Paris, hubiera introducido la imagen fotográfica en España:
“Gracias a un amigo que trataba íntimamente a los fotógrafos, pude penetrar en el augusto misterio del cuarto oscuro. Los operadores habían habilitado como galería las bóvedas de la ruinosa iglesia de Santa Teresa, situada cerca de la Estación.
Huelga decir con cuán viva curiosidad seguiría yo las manipulaciones indispensables a la obtención de la capa fotogénica y la sensibilización del papel albuminado, destinado a la imagen positiva.
Todas estas operaciones produjerónme indecible asombro. Pero una de ellas, la revelación de la imagen latente, mediante el ácido pirogálico, causóme verdadera estupefacción.
La cosa me parecía sencillamente absurda. No me explicaba cómo pudo sospecharse que en la amarilla película del bromuro argéntico, recién impresionada en la cámara obscura, residiera el germen de maravilloso dibujo, capaz de aparecer bajo la acción de un reductor.
¡Y luego la exactitud prodigiosa, la riqueza de detalles del clisé y ese como alarde analítico con que el sol se complace en reproducir las cosas más difíciles y complicadas, desde la mañana inextricable del bosque hasta las más sencillas formas geométricas, sin olvidar hoja, brizna, guijarro o cabello!…”.
Desde este primer encuentro, Ramón y Cajal ya no se separaría de la fotografía hasta el final de su vida, cultivándola desde una perspectiva multidimensional:
como un entretenimiento feliz, hasta cierto punto compensador de las abandonados deleites pictóricos, como un fotógrafo profesional, que empleó la fotografía en múltiples vertientes y se atrevió a experimentar con nuevas posibilidades –entre otros hechos, fue uno de los primeros fotógrafos españoles en utilizar la fotografía a color y en obtener imágenes instantáneas– y como un hombre de ciencia, que trató de explorar las posibilidades de la fotografía científica –se le considera un precursor del microfilm y de la obtención de imágenes tridimensionales de las células nerviosas–.
Contrasta el apasionamiento que muestra por el mundo de la fotografía con el desinterés, cuando no rechazo, por el mágico universo del cinematógrafo, el invento de los hermanos Lumière, que llegaría a España en 1896.
Al borde ya de la cincuentena, Cajal confesaría que la fotografía era para él “medicina eficacísima para las decadencias del cuerpo y las desilusiones del espíritu”, la define como un “registro fugitivo de los recuerdos”, en el que cada copia aparece ante la mirada de quien tiene el placer de contemplarla como una página de nuestra existencia, y se pregunta: “¿No es verdad que la serie cronológica de fotografías de un sujeto parece realizar el sueño de la reversibilidad de la vida, del cinematógrafo al revés, retrocediendo desde la decrepitud al nacimiento, desde el sepulcro a la cuna?”.
Con el comienzo del nuevo siglo inicia la publicación de una serie de artículos que culminarán en 1912 con la edición de la deliciosa La fotografía de los colores, obra en la que, mezclando ciencia y arte, plantea la divulgación de los principios científicos fundamentales y las reglas prácticas de la fotografía en color.
El mismo año en el que descubrió todo un mundo por explorar en la fotografía, Cajal recuerda otros dos acontecimientos importantes que dejaron huella en su vida.
Uno de ellos fue el comienzo de los estudios de anatomía de la resuelta y precisa mano de su padre; el otro, fue la vivencia en Ayerbe de la revolución de septiembre, que acabó con el reinado de Isabel II y la proclamación de un Gobierno Provisional, cuyo Manifiesto de finales del mes de octubre afirmaba las libertades religiosas, de enseñanza, de imprenta, de reunión y asociación, el sufragio universal y la autonomía de las colonias, luego recogidas en la nueva Constitución.
El alzamiento produjo sentimientos contrapuestos en el joven Cajal: por un lado, las simpatías por el movimiento liberal y la proclamación de las libertades; por otro, el rechazo al desorden de los primeros días, que acabó con las campanas de la iglesia en la fundición. Según comenta el propio autor:
“En Ayerbe, como en todas las poblaciones de España, las escasas personas ilustradas que dirigieron el movimiento revolucionario conocían quizá el sentido de la revolución; pero el pueblo, y singularmente los proletarios, no se enteraron ni poco ni mucho de su tendencia y alcance.
Todos esperaban de la libertad algo que pudiera traducirse en aumento y mejora de las condiciones naturales de la vida (…)”.
El otro acontecimiento fue el de su temprana introducción en los estudios anatómicos bajo la docencia de su padre, comenzando por la osteología, base y fundamento de todo el edificio médico.
En estas primeras lecciones explicadas en un granero encuentra Cajal la semilla que, andando el tiempo, dio como fruto “el investigador modesto, pero tenaz y activo”, según él, el genio comparable a Newton, Galileo y Pasteur, según el otro premio Nobel español, Severo Ochoa. Pero dejemos que sea el propio Cajal quien explique cómo fue el inicio de la nueva enseñanza:
“Estudiar los huesos en el papel, es decir teóricamente, hubiera sido crimen didáctico de que mi maestro era incapaz. Sabía harto que la naturaleza sólo se deja comprender por la contemplación directa, y que los libros no son por lo general otra cosa que índices de nombres y clasificaciones de hechos.
Más ¿cómo adquirir el precioso material anatómico? Cierta noche de luna, maestro y discípulo abandonaron sigilosamente el hogar y asaltaron las tapias del solitario camposanto.
En una hondonada del terreno vieron asomar, en confusión revuelta, medio enterradas en la hierba, varias osamentas procedentes sin duda de esas exhumaciones o desahucios en masa que, de vez en cuando, so pretexto de escasez de espacio, imponen los vivos a los muertos.
¡Grande fue la impresión que me causó el hallazgo y contemplación de aquellos restos humanos! A la mortecina claridad del luminar de la noche, aquellas calaveras medio envueltas en la grava, y sobre las cuales trepaban irreverentes cardos y ortigas, me parecieron algo así como el armazón de un buque náufrago encallado en la playa.
Enfrenando la emoción, y temerosos de ser sorprendidos en la fúnebre tarea, dimos comienzo a la colecta, escogiendo en aquel banco de humanas conchas los cráneos, las costillas, las pelvis y fémures más enteros, nacarados y rozagantes.
Al escalar, de retorno, la tapia del fosal con la fúnebre carga a la espalda, el pavor me hizo apretar el paso. Parecíame percibir, en el entrechocar de las osamentas, protestas e imprecaciones de los difuntos: a cada momento temía que algún duende o alma en pena nos atajara el paso, castigando a los audaces profanadores de la muerte.
Pero no pasó nada. El choque de lo maravilloso, tan grato y a la par tan temido por mi enfermiza sensibilidad, faltó por completo en aquel episodio macabro, durante el cual, para que todo fuera vulgar, ni siquiera apareció el cárdeno fulgor de los fuegos fatuos.
Pronto comenzó el inventario y estudio de aquellos fúnebres despojos.
… Nada esencial quedó por reparar en la morfología interior y exterior de cada pieza del esqueleto.
Bien miradas las cosas, mi fervor anatómico constituía una de tantas manifestaciones de mis tendencias; para mi idiosincrasia artística la osteología constituía un tema pictórico más.
Sediento de cosas objetivas y concretas, acogía con ansia el pedazo de maciza realidad que se me entregaba (…). Sentía, además, especial delectación en ir desmontando y rehaciendo, pieza por pieza, el reloj orgánico y esperaba entender algún día algo de su intrincado mecanismo”.
Y, junto al estudio de la Anatomía, otro proceso de iniciación, el del amor:
“Fue una progresión insensible, desde la curiosidad al afecto, pasando por todos los grados de la amistad (…).
Mi estado afectivo, en suma, era un dulce embeleso, cierta beatitud tranquila e inefable, absolutamente limpia de todo apetito sensual (…).
Excusado es decir que no llegué jamás a formular una declaración explícita. Tampoco supe bien si logré interesarla. Miedo y vergüenza me daba averiguarlo. Sabido es que estas afecciones nacientes, esencialmente platónicas, se asustan de las palabras. ¡Es cosa tan fuerte y seria formular un ‘te amo’!… Por nada de este mundo hubiera arriesgado yo tan grave confidencia (…)”.
La moza con la que Santiago se despertaba a la “aurora del amor” se llamaba María:
“Tenía catorce abriles, poseía ojos negros, centelleantes, grandes y soñadores, mejillas encendidas, cabellos castaño claro, y esas suaves ondulaciones del cuerpo, acaso demasiado acusadas para su edad y prometedoras de espléndida floración de mujer”.
La última parte del libro resulta asimismo interesantísima, aunque, quizás, algo más baja de tono. En ella Cajal recorre los años de estudios universitarios en la Facultad de Medicina de Zaragoza, su introducción en el arte de la disección de la mano experta de su progenitor –se había trasladado, junto con la familia, a las orillas del Ebro y obtenido plaza de profesor en la misma Facultad–, sus tres nuevas manías:
la literaria, la gimnástica y la filosófica, su licenciatura en Medicina (1873) y su ingreso en el cuerpo de Sanidad Militar y su traslado al ejército expedicionario de Cuba, hecho acogido con desagrado paterno, pero con sumo agrado personal dadas la sed insaciable de libertad y de emociones novísimas del joven médico:
“A fuer de sincero declaro hoy que, además del austero sentimiento del deber, arrastrarónme a Ultramar, las visiones luminosas de las novelas leídas, el afán irrefrenable de aventuras peregrinas, el ansia de contemplar, en fin, costumbres y países exóticos”.
La travesía hasta Puerto Rico y Cuba se hizo con mar bella, excelente humor, disfrutando del espectáculo nocturno del mar, lleno de sorpresas cautivadoras, y del cielo, siempre renovado, siempre abierto al infinito:
“… Como se ve, la sensación de flotar entre dos infinitos no me causó pavor. Frescas las lecturas de los evolucionistas, que consideran el mar como la cuna de la vida, el ritmo de las olas evocaba en mí el latido anhelante del corazón de la madre que estrecha amorosamente a los hijos. Verdad es que no había sorprendido aún a la diosa Tetis en sus arrebatos homicidas”.
La impresión que le causa la llegada a La Habana fue inolvidable, pero pronto llegarían la desilusión, el desengaño y la enfermedad:
“Al principio, no obstante la fatiga y las emociones inherentes al cuidado de tantos enfermos, lo pasé bastante bien, amenizando mis ocios con la lectura, el dibujo y la fotografía.
Por fortuna, conforme dejo apuntado, he soportado bastante bien la ausencia de vida social, gracias al noble vicio pictórico y a mi afición por la lectura.
Pero contra los microbios nada valen las seducciones del arte ni las expansiones de la imaginación. El espíritu se mantenía bien, pero entretanto el cuerpo decaía.
Ni la ración alimenticia, compuesta de pan, galleta, arroz y café, era la más adecuada para criar buena sangre. En vano pretendía entornar el organismo agregando al menú, de tarde en tarde, tal plátano o coco, arrebatados eventualmente por algún negro merodeador de ingenios abandonados.
Al fin flaqueó mi resistencia y enfermé del paludismo. Nubes de mosquitos nos rodeaban : además del Anopheles claviger, ordinario portador del protozoario de la malaria, nos mortificaba el casi invisible gegén, amén de ejército innumerable de pulgas, cucarachas y hormigas.
La ola de la vida parásita se encaramaba a nuestros lechos, saqueaba las provisiones y nos envolvían por todas partes”.
Además de luchar contra la enfermedad, Cajal tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para hacer frente a la degradación física y moral de un ejército desde hacía tiempo derrotado sin necesidad de entrar en batalla.
Consiguió sobrevivir a duras penas –en algunos momentos llegó a perder toda esperanza– y, desencantado del ejército y de cuánto le rodeaba, solicitó la que, según sus ideales, era una humillante licencia absoluta por enfermo, que fue rechazada varias veces por sus superiores hasta que la intervención de un recto y bienhechor brigadier permitió que le fuera realizado un reconocimiento, que dio por resultado “caquexia palúdica grave, incompatible con todo servicio”.
Tras nuevos avatares económicos y de salud –sufrió un ataque de disentería aguda cuando ya obraban en su poder el pasaporte y el billete para el viaje–, en los últimos días de la primavera de 1875 pudo embarcar, al fín, en el vapor España, que zarpaba rumbo a Santander.
Como señalan G. Durán y F. Alonso, “su vida física se había salvado, pero no así su mundo interior, hundido en el cataclismo moral de la desilusión”.
De regreso a Zaragoza, pronto encontraría un nuevo desengaño, esta vez de tipo amoroso:
“Véase, pues, como el protozoario del paludismo contraído en servicio a mi patria dejóme primero sin sangre y después sin novia (…).
El desengaño fue grande pero no incurable, por fortuna. Pronto caí en la cuenta de que no estaba yo para noviazgos. Mi problema, como el problema de España, según Costa, era de escuela y despensa.
Y de botica, en mi caso. Importaba, ante todo, restaurar energías físicas perdidas; estudiar de firme y labrarme un porvenir. Y esto sólo podría conseguirse siguiendo el camino trazado por mi padre. Lo demás se me daría por añadidura”.
Y a esa labor se dedicaría en los años siguientes, en los que realiza el doctorado, es nombrado profesor auxiliar interino, ayuda a su padre en el servicio del hospital, supliéndole en las guardias y encargándose de algunos de sus enfermos particulares de cirugía, y, lo que es más importante de cara a su futuro investigador, atraído por la hermosura de lo infinitamente pequeño, adquiere a plazos un microscopio:
“…empecé a trabajar en la soledad, sin maestros, y con no muy sobrados medios; mas a todo suplía mi ingenuo entusiasmo y mi fuerza de voluntad.
Lo esencial para mí era modelar mi cerebro, reorganizarlo con vistas a la especialización, adaptarlo, en fin, rigurosamente, a las tareas del Laboratorio”.
Pero la enfermedad, siempre al acecho, amenazaba la recompuesta salud del joven médico y en 1878 dio la primera señal, en forma de hemoptisis, la tuberculosis “traidoramente preparada por el paludismo”.
La enfermedad romántica por excelencia hacía mella no sólo en el cuerpo sino también en el espíritu de Cajal, que cayó nuevamente en el abatimiento y en la desesperanza, hasta el punto de desear una “muerte poética y romántica” que no acabó de llegar:
“Sólo la religión me hubiera consolado. Por desgracia, mi fe había sufrido honda crisis con la lectura de los libros de filosofía. Ciertamente, del naufragio se habían salvado dos altos principios: la existencia del alma inmortal y la de un ser supremo rector del mundo y de la vida (…)”.
Sin embargo, poco a poco, “la convicción de la vida se abrió paso en mi corazón y en mi espíritu”, y las estancias en el balneario de Panticosa y en el monasterio de San Juan de la Peña “acabaron por traerme la seguridad del vivir, el vigor del cuerpo y la serenidad del espíritu”.
Cajal encuentra insuficiente la terapéutica farmacológica al uso y encuentra como “grandes médicos” el sol, el aire, el silencio y el arte: “Los dos primeros tonifican el cuerpo; los dos últimos apagan las vibraciones del dolor, nos libran de nuestras ideas, a veces más virulentas que el peor de los microbios, y derivan nuestra sensibilidad hacia el mundo, fuente de los goces más puros y vivificantes”. Y complemento de ellos, los amorosos cuidados de su hermana Pabla y la afición a la fotografía.
Recuperado de la enfermedad tuberculosa, Cajal es nombrado director del Museo Anatómico de la Universidad de Zaragoza, poco antes de tomar la decisión de casarse con Silveria Fañanás, una mucha honrada, modesta y hacendosa, cuyo rostro “asemejábase al de las madonas de Rafael, y aun mejor, a cierto cromo-grabado alemán que yo había admirado mucho y que representaba la Margarita del Fausto”.
En la felicidad matrimonial y en la paz hogareña encontraría Santiago Ramón y Cajal el caldo de cultivo adecuado para afrontar la nueva etapa de su vida, que se iniciaría con la obtención de la Cátedra de Anatomía de la Universidad de Valencia y culminaría con la obtención del premio Nobel de Fisiología y Medicina, y lo que es más importante, el establecimiento de la teoría neuronal.
HISTORIA DE MI LABOR CIENTÍFICA: LA FORJA DE UN GIGANTE
La autobiografía de Cajal quedó interrumpida durante más de quince años. No fue hasta 1917 cuan vio la luz la segunda parte de sus Recuerdos, esta vez con una forma y un fondo muy diferentes a la primera, pues no se trata ya de extraer de la memoria el jugo de su propia vida, que queda relegada a un segundo plano, sino de describir los estudios de investigación realizados a lo largo del periplo que le llevó de la Universidad de Valencia a la de Barcelona, y de ésta a la Madrid,
convirtiéndole en uno de los más brillantes investigadores de todos los tiempos al establecer a partir de los ya conocidos trabajos del año 1888 la “teoría neuronal” –tan fundamental para la Neurofisiología como la teoría atómica para la Química o la teoría de los Quanta para la Física (Young)– y permitiéndole elaborar “la obra de su vida”, Textura del sistema nervioso del hombre y los vertebrados, tarea que le llevaría cinco años (de 1899 a 1904) dada la magnitud de la obra –1800 páginas de texto y 887 grabados originales–, de la que se sentiría especialmente orgulloso:
“Comprenderá el lector que al redactar tan voluminoso libro, donde se resumía y completaba una labor de quince años, antes busqué honra que provecho.
Y, sin pecar de inmodesto o petulante, puedo decir que no erraron mis cálculos . (…) mis esfuerzos y desvelos alcanzaron la única recompensa a la que yo aspiraba: los elogios respetuosos de la crítica y los lisonjeros juicios de los sabios más prestigiosos”.
Por eso, como ocurriera con sus artículos científicos –el primero de los cuales se publicó en 1880, todavía durante su etapa de director del Museo Anatómico en la Universidad de Zaragoza–, en la Historia de mi labor científica el estilo sigue a la idea que se quiere comunicar en cada momento, aunque de forma clara y precisa.
Tampoco faltan, a veces, ciertas gotas de lirismo: “la colmena celular se nos ofrece sin velos, diríase que el enjambre de transparentes e invisibles infusorios se transforma en bandada de pintadas mariposas”.
El texto, ilustrado con numerosas figuras esquemáticas para facilitar la comprensión de los lectores profanos o poco familiarizados con los estudios histológicos, muestra la capacidad divulgadora de Cajal y a lo largo del mismo se aprecia el hombre de ciencia, el que responde mejor que nadie a las tres personalidades que él mismo preconizaba debía tener el científico verdadero:
la del minero infatigable y paciente que arranca la hulla de los filones profundos; la del químico práctico que aprovecha ingeniosamente el material bruto para fabricar espléndidos colores de anilina; y la del artista, que, combinando diestramente esos colores sabe pintar los episodios heroicos de la lucha entablada entre el espíritu y la materia, el alcance teórico de los resultados y sus beneficios en forma de una vida mejor. A todo lo cual habría que añadirse dos cualidades indispensables: la defensa de la verdad y la independencia de juicio.
Cajal no sólo defendió ardientemente la verdad, sino que dedicó una buena parte de su vida a la búsqueda de la verdad anatómica y fisiológica de la “noble y enigmática célula del pensamiento”, a descubrir la excelencia arquitectónica de la estructura que hace del hombre el “rey de la Naturaleza”, pero siempre teniendo presente que en la ciencia no hay verdades inmutables, sino que “las teorías se renuevan, mientras los hechos permanecen”.
Quizás su titánica labor científica encuentre su mejor definición en el comentario de su discípulo J. F. Tello: “en el esclarecimiento de los numerosos órganos nerviosos no hay uno que no haya sido estudiado por Cajal “micra por micra”, y no pocos le deben casi el completo conocimiento de su textura.
Entre anécdotas, hechos ocurridos y conversaciones que retratan tanto de los personajes como al ambiente social y científico de las últimas décadas de siglo XIX y primeras del XX, Cajal va desgranando su obra y descubriendo sus innumerables hallazgos histológicos, aunque en ocasiones el lenguaje se impregna de un tecnicismo científico que, quizás, resulta inevitable para el autor y sirve para algún extravío del lector.
Aparte de las investigaciones histológicas, el libro cuenta las “maravillas” de la sugestión y del hipnotismo, las peñas de cafés, las relaciones con personalidades de la talla de Retzius, Kölliker, Kraus, Waldeyer, Simarro, Hernando y San Martín, entre otros, sus viajes por Europa y América, sus traslados universitarios y cargos públicos, sus estados depresivos con la pérdida de Cuba y el estallido del la Primera Guerra Mundial, sus veleidades políticas, los premios, medallas y otras distinciones honoríficas.
En esta segunda y extensa parte de su bibliografía, Cajal explica otras de sus actividades en el quehacer literario: su andadura como editor a raíz de la publicación de La fotografía de los colores:
“Dos motivos, docente y patriótico el uno, y sentimental el otro, me inspiraron la redacción.
El primer motivo fue contribuir, con mi modesta iniciativa, a divulgar entre los aficionados a la heliocromía los principios físicos fundamentales de esta maravillosa aplicación de la ciencia (…).
El segundo motivo pertenece al dominio del corazón. Mentarlo renueva en mi torturantes recuerdos. El mayor de mis hijos, precisamente el que mas se parecía a mi así en lo intelectual como en lo lírico, contrajo desde muy joven gravísima enfermedad cardiaca.
Desahuciado de los médicos e imposibilitado para seguir carrera, púsele al frente de una librería, con objeto de entretenerle y disipar en lo posible su negra melancolía. Y para estimular iniciativas editoriales, base quizás de futuros negocios, escribí los primeros capítulos del libro. Por desgracia, el inexorable pronóstico médico se cumplió, y el autor tuvo que convertirse en editor”.
Referencia: García JA, González J, Prieto J. Santiago Ramón y Cajal, bacteriólogo. Barcelona: Grupo Ars XXI, 2006
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Doctor en Farmacia
Autor de los libros: La Historia oculta de la Humanidad, La Farmacia en la Historia, Ajuste de cuentos y Viaje al levante almeriense, entre otros
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