La verdadera historia de la gripe del 18: «La gripe y la partida de ajedrez»

Tanto en España como en el extranjero el sentimiento más generalizado fue el de la impotencia. No fue posible atajar la infección con medidas preventivas adecuadas ni detener la muerte cuando tocaba a las puertas de las casas de los enfermos, ya que se carecía de armas mínimamente eficaces para luchar contra un enemigo al que, además, se desconocía.

Viñeta aparecida en el diario El Sol el 7 de junio de 1918
Viñeta aparecida en el diario El Sol el 7 de junio de 1918

La ilustración a la que dedicaba la portada El Heraldo de Madrid el día 26 de octubre y, antes, la viñeta aparecida en El Sol el día 7 de junio resultan muy clarificadoras de la situación que se estaba viviendo en aquel momento. Muchas veces la mayor sensación de alivio provenía de la enfermedad o la muerte del vecino y no haber sido uno mismo el elegido.

Viñeta de la portada de El Heraldo de Madrid del 26 de octubre de 1918
Viñeta de la portada de El Heraldo de Madrid del 26 de octubre de 1918

Para explicar las causas de la enfermedad se formularon numerosas y variadas hipótesis, algunas de las cuales procedían del pasado más remoto. La aparición de la epidemia se relacionó con el agua, con el suelo y con el aire, con los alimentos –el agua, la fruta, las harinas, etc.–, con determinados colectivos, con las aglomeraciones de gente, con las basuras, el alcantarillado, los pozos negros… y los demás pozos, el aliento de las personas queridas, los besos y hasta el simple apretón de manos.

Se volvieron a invocar causas telúricas, miasmáticas y religiosas. No obstante, se fue imponiendo la tesis bacteriológica sostenida por los expertos y pronto se fue transmitiendo a la población la necesidad de “atenerse al análisis del laboratorio”, aunque la falta de resultados concluyentes en este sentido provocaba cierta incertidumbre y confusión en los médicos y demás responsables sanitarios. En las lesiones pulmonares se podía encontrar una fauna bacteriológica variada y el bacilo de Pfeiffer, al que se consideraba como el agente etiológico de la gripe, no siempre aparecía y, por eso, en muchos casos, se prefería hablar de “microbios sin cédula personal”.

Según las autoridades sanitarias españolas, la enfermedad era producida por “una bacteria o bacterias indefinidas que difunden en el aire de los enfermos y se propagan por los esputos y demás secreciones patológicas que lanzan al toser o estornudar y penetran en la boca o fosas nasales de los individuos expuestos a su alcance”; de ahí, algunos de los consejos que se recomendaban para combatir la epidemia: “evitar las atmósferas confinadas en cafés, tabernas y establecimientos análogos”, “declarar la guerra al esputo (que debe verterse siempre en escupideras que tengan una disolución de hipoclorito de cal”, “proscribir el saludo mediante el contacto de las manos y el beso, tan corriente entre señoras y niños”, etc.

La dificultad de encontrar la verdadera causa etiológica entorpeció la búsqueda de un remedio que permitiera prevenir o curar la enfermedad y dio lugar a que se recomendaran y utilizaran tratamientos empíricos, con mayor o menor fundamento de acuerdo con las concepciones científicas del momento, junto con las más variadas “recetas populares”. Entre los múltiples remedios medicinales que fueron prescritos son de destacar el ácido acetilsalicílico, la quinina, los purgantes, los enjuagues desinfectantes y los estimulantes del apetito, mientras que, a nivel popular, se confiaba en la acción benéfica del ajo y en el café, los vinos espirituosos y el coñac.

Incluso hubo quienes, tras observar que algunos enfermos mejoraban después de una fuerte hemorragia nasal, preconizaron el empleo de sangrías. En cambio, hubo otros médicos sensatos que, tratando de aprovechar el carácter benigno de la primera embestida epidémica, recomendaban pasar la enfermedad como la mejor vacuna posible. También era una conducta frecuente la del enfermo que guardaba reposo, bien tapado y encerrado en su habitación, aunque tampoco faltó quien consideró que el sol y el aire eran la “mejor medicina”.

En cuanto a los sueros y vacunas, tanto en España como en el extranjero levantó una viva polémica la utilidad del suero antidiftérico, ampliamente empleado en los primeros meses de la epidemia. Con la llegada de la segunda oleada se hicieron ensayos con distintas vacunas y sueros, no tanto para atajar la enfermedad como para evitar sus posibles complicaciones secundarias.

En las ciudades destruidas y desabastecidas por la guerra –en el caso de España por la grave crisis social y económica– era una tarea casi imposible encontrar mantas, medicamentos o “alimentos-medicamentos”, como la leche o los limones, que eran muy recomendados para combatir la gripe. Por eso, no resultaba extraño que las crónicas de la época hablaran que “en las aceras de las ciudades mueren de hambre o de gripe miles de personas a diario”.

La gripe de 1918-1919 supuso una catástrofe de dimensiones similares o incluso mayores que las de la famosa “peste negra” de mediados del siglo XIV y tuvo consecuencias de todo tipo. En el ámbito político se ha llegado a argumentar que, aparte de su influencia en los meses finales de la Primera Guerra Mundial, fue decisiva en la firma del Tratado de Versalles al afectar considerablemente a la delegación americana, especialmente al presidente Thomas W. Wilson, que llegó a la reunión muy disminuido física y psicológicamente a causa de la enfermedad.

Por otra parte, fue una nueva ocasión para que el ser humano volviera a sacar a relucir lo mejor y lo peor de sí mismo, desde la insolidaridad de algunos y la negligencia criminal de otros hasta el heroísmo anónimo de miles de personas que, aún a sabiendas que el peligro de contagio acechaba por todas partes y con riesgo de sus propias vidas, cuidaron de los enfermos. La catástrofe “está compuesta de millones de tragedias individuales cuyo dolor no se puede medir ni mucho menos cotejar” (B. Echeverri).

El punto y aparte, que no final (en la segunda mitad del siglo XX se han producido otras varias pandemias de gripe) de este episodio hay que ponerlo a principios de la década de los treinta. El investigador norteamericano R. Shope aisló en 1930 un primer tipo de virus (virus tipo A) en el cerdo, lo que movió a otros colegas suyos a identificar un virus similar en el hombre; lo conseguirían en 1933 los británicos W. Smith, C. Andrewes y P. Laidlaw. Posteriormente T. Francis y T. P. Magill aislaron un segundo tipo (virus tipo B) y, a finales de los años cuarenta, R. M. Taylor aisló un tercero (virus tipo C).

Estos tres tipos de virus no tienen el mismo poder patógeno, siendo el tipo A el que muestra una mayor virulencia y una más elevada capacidad de variabilidad genética, mientras que el tipo C apenas muestra capacidad de causar epidemias en el hombre.

El estudio de la composición molecular de los virus ha puesto de manifiesto que el potencial infectivo reside en las proteínas que llevan en la superficie, la hemaglutinina y la neuraminidasa, que actúan como antígenos provocando la formación de anticuerpos específicos en el organismo infectado. La composición variable de estos antígenos determina la existencia de diferentes subtipos y dificulta la disponibilidad de medidas profilácticas eficaces ante cada nueva epidemia.

No obstante, los centros de control de la gripe de la OMS están desde hace décadas permanentemente atentos para reconocer con prontitud cualquier mutante vírico inédito y tener así la posibilidad de desarrollar vacunas específicas para el responsable en cuestión. En cualquier caso, como señalan B. Mcfarlane y D. O. White (Historia natural de las enfermedades infecciosas): “Está claro que, si hemos de competir con tan formidable adversario, debemos mantenernos en alerta constante para prever el próximo movimiento del juego”.

Más sobre la gripe del 18

Leer capítulo 1: La verdadera historia de la Gripe del 18

Leer capítulo 2: “Verdad y literatura de la gripe española”

Leer capítulo 3: «La gripe llega a España»

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