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Temas
Hay que decir que el tema del envejecimiento ha sido amplia y profundamente trillado desde la Grecia clásica, y aun antes, en las culturas arcaicas, hasta nuestro días; la vejez se ha abordado desde la Ciencia y desde el Arte, a partir de los cuales se construye “el verdadero y legítimo escenario de la historia” (M. Kundera).
En relación a la creación literaria, ensayistas, poetas, novelistas, autores dramáticos, escritores médicos y médicos escritores han creado una Literatura rica en el abordaje de la vejez y en el tratamiento de la figura del viejo, poniendo de manifiesto, una vez más, el valor de la literatura para expresar la realidad social de las distintas etapas históricas.
Quizás la interpretación más clásica de la vejez ha sido la asimilación de ésta al simbolismo del viaje a través de la vida, idea ya presente en la De Senectute ciceroniana y, luego, adaptada convenientemente a los actos del drama teatral (Shakespeare), al periodo musical (Schopenhauer) y a otras muchas metáforas del arte (H. Hesse); otra de las grandes interpretaciones ha sido la del cambio, la de la metamorfosis; un tercer elemento asociado a la vejez es la del sentido de la propia individualidad y las relaciones sociales; finalmente, la soledad como referente de la vejez, unas veces buscada como medio para conseguir la tranquilidad y el sosiego, pero otras, caldo de cultivo del aburrimiento, “el peor sentimiento que existe”.
Pero la creación que nos interesa resaltar aquí es precisamente el de la literatura escrita por médicos, seleccionando el testimonio de tres grandes médicos españoles, incluido Cajal, acerca del modo de vivir la vejez y el paso del tiempo. En todos ellos late la pasión no sólo por comprender el comportamiento humano, sino también el ansia de que el hombre se conozca mejor a sí mismo, a través de la mirada curiosa de la ciencia y del arte.
Son, por orden cronológico inverso a su fallecimiento: Pedro Laín Entralgo (historia y antropología médica), Gregorio Marañón (clínica) y Santiago Ramón y Cajal (investigación).
Según la precisa reflexión de Laín: “Ser viejo es verse obligado a vivir poseyendo lo que uno ha sido”. El paso de los años supone la revisión de uno mismo, de lo que uno sabe y recuerda de sí mismo.
¿Para qué? Para “ganar libertad”, para “ganar actualidad”, responde el maestro de la historiografía médica española.
Al abordar “El deber de las edades”, Marañón plantea la adaptación como la gran virtud y el gran deber de la ancianidad, esto es, “saber ser viejo, querer serlo, y no joven ni maduro”, pero enseguida apostilla el gran clínico: “Adaptarse no quiere decir renunciación ni esterilidad.
La vida está llena de ancianos que supieron hacer fecundos para el prójimo los días de su declinación”. Por su parte, Cajal insiste en este mismo punto y, aunque advierte que el pasado puede convertir “nuestro rostro en caricatura y nuestro cerebro en desván”, nos recuerda que “todos conocemos jóvenes mentalmente viejos y ancianos seductoramente jóvenes”. Pero adentrémonos un poco más en la obra cajaliana.
El mundo visto a los ochenta años está estructurada en cuatro partes. La primera de ellas está dedicada a las tribulaciones del anciano, a los desfallecimientos fisiológicos y psíquicos –el decaimiento visual y auditivo, la debilidad muscular, la congestión cerebral arteriosclerótica y su influencia en la preciosidad en el trabajo, el insomnio y sus deplorables consecuencias, el olvido y sus formas– y a recomendar algunos consejos para evitar lapsus graves.
Para Cajal no son las arrugas del rostro las que deben preocuparnos, sino las que no se ven en el espejo, las del cerebro; lejos de la artificiosidad cronológica acerca de cuando empieza la senectud, subraya que “se es verdaderamente anciano, psicológica y físicamente, cuando se pierde la curiosidad intelectual, y cuando, con la torpeza de las piernas, coincide la torpeza y preciosidad de la palabra y del pensamiento”.
En la segunda parte del libro se abordan los cambios provocados por el tiempo, el progreso y la moda en el ambiente físico y moral, con incursiones peculiares acerca de la mujer, la revolución habida en los medios de transporte y el consiguiente “delirio de la velocidad”, el devorador maquinismo de los países civilizados, la degeneración de las Artes, el patriotismo y el peligro de desintegración de España.
A lo largo de sus diferentes capítulos se alternan reflexiones que, todavía hoy, siguen teniendo plena vigencia con puntos de vista más que discutibles en su propia época. El texto parece destilar la añoranza por los tiempos de la dulce juventud, a pesar del progreso material experimentado:
“Al misterio y penumbra se ha sucedido insolente claridad”. Y en el centro de sus críticas está “la deleznable máquina del artefacto automotor” y el delirio por la velocidad: “embrujada por el demonio de la velocidad, la vida ha perdido mucho valor (…) sobre todo, ese sosiego del ánimo, tan bien avenido con los goces estéticos del paisaje.
Muy actuales parecen también sus inquietudes ante las amenazas, veladas o explícitas del separatismo:
“En mi calidad de anciano, que sobrevive, no puedo menos de cotejar los luminosos tiempos de mi juventud, ennoblecidos con la visión de una patria henchida de esperanzas, con los sombríos tiempos actuales, preñados de rencores e inquietudes.
Convengamos, desde luego –y eso nos lo echan en cara diariamente los extranjeros– que moramos en una nación decaída, desfalleciente, agobiada de deudas, empequeñecida territorial y moralmente, en espera angustiosa de mutilaciones irreparables”.
En la tercera parte, Cajal se hace eco de las diferentes teorías acerca de las causas inmediatas de la senectud y de la muerte, dada la imposibilidad de conocer las condiciones primeras, que exigirían previamente dominar a fon
do el mecanismo de la vida:
“En torno a dichos conceptos primordiales, origen de la vida y naufragio de la misma, giran religiones y filosofías. Ni la ciencia escapa, no obstante su serena objetividad, a la dolorosa inquietud del no ser.
Cuando astrónomos, matemáticos, físicos, químicos y biólogos, etcétera, calculan, observan o experimentan creen enfrentarse sin intención trascendental con un problema real y concreto; mas a poco que mediten caerán en la cuenta de que, allá en inaccesible lontananza, fulgura un ideal incitador de su acción: la resolución del triple enigma de la senilidad, la enfermedad y la muerte. Porque todo el mundo está íntimamente trabado por lazos causales.
En nuestras vidas repercuten las causas profundas y lejanas de la evolución, desde las órbitas vertiginosas de los electrones hasta el giro majestuoso de los astros. Ni hay que olvidar que nuestro cuerpo es un agregado de energía cósmica transformada y de enjambres electrónicos complicadísimos semejantes a sistemas planetarios”.
A continuación, Cajal divide las teorías acerca de la senilidad y la muerte en: concepciones pesimistas y concepciones optimistas. Entre estas últimas merece la pena detenerse en la Teoría de Metchnikoff –fue el primero en utilizar el término “gerontología”–, cargada de la mentalidad etiopatogénica de la época:
“Pero Metchnikoff no es pesimista. Dado que la senilidad y la muerte dimanan de una lucha fagocitaria, al par que de un envenenamiento por toxinas microbianas intestinales, es posible, en principio, atenuar la primera y retardar la segunda, aunque no suprimirle.
Y anuncia la posibilidad de remediar el daño, bien inventando sueros u otras sustancias específicas, capaces de exaltar en las células nobles la producción de defensa contra los fagotitos, bien modificando la flora intestinal a favor de una alimentación adecuada.
A este propósito propone la leche agria y el Kefir, usual entre los búlgaros y tártaros. En éste y otros productos antideletéreos, entraría como factor activo el bacilo láctico. Sabido es que entre los búlgaros y armenios, grandes consumidores de leche agria, abundan los centenarios”.
Cajal acaba concluyendo que:
“El hombre y los animales superiores complejamente organizados deben arrostrar, durante su existencia, una lucha incesante contra sustancias alimenticias nocivas, alternativas de temperatura, contrariedades morales y emociones deprimentes, que son otras tantas condiciones de debilidad y desarmonía orgánicas.
Pero, además, desde los primeros meses de vida, el organismo se ve forzado a defenderse contra agresiones insidiosas, y no siempre evitables, de las bacterias patógenas visibles e invisibles (ultramicroscópicas). Y aunque triunfe en la contienda, esas luchas empeñadísimas contra las toxinas bacterianas, suelen dejar (no siempre) huellas en la fina estructura de los órganos y tejidos nobles (cerebro, corazón, etc.), cuya resistencia y capacidad de reacción quedan notablemente abatidas.
Con razón decía Montaigne, aludiendo a este linaje de causas, que el llegar a viejo constituye un privilegio extraordinario. Las estadísticas, no obstante ser más optimista en nuestro tiempo que en el siglo XVI, corroboran ampliamente el pesimismo del autor de los Ensayos. Estas penosas consideraciones, junto con el triste balance de la mortalidad humana (singularmente de la española), han impresionado, con razón, al doctor A. Gimeno, que escribe contristado:
‘De 1.000 españoles salidos al mismo tiempo del vientre de su madre, 233 caen antes de terminar el primer años de vida con la tierna boca pegada aún al pezón materno; 196 más, no llegan a cumplir los cinco años; a los veinte, la edad de la lozanía, ha quedado ya en camino la mitad del millar; únicamente pasan los sesenta años 267 de los 1.000 nacidos; y sólo un español, no de cada millar, sino de cada 50 millares, tiene la rara fortuna de llegar a cien años o de traspasar esta edad… El patrón porque se corta nuestra existencia no es igual para todos…’”.
Hoy sabemos que el envejecimiento es un proceso complejo, continuo e irreversible que afecta a todos los seres vivos, ya que es la vida misma quien sufre el proceso de envejecer. En el hombre, el proceso de envejecimiento está condicionado tanto por factores biológicos como por aspectos psicológicos y sociales.
Referido al ámbito fisiopatológico, el envejecer origina cambios morfológicos y fisiológicos, que dan lugar a una pérdida de la capacidad de respuesta de los sistemas de reserva y una disminución de la capacidad de adaptación al medio de los distintos órganos y aparatos corporales, haciendo más vulnerable al organismo a cualquier tipo de agresión externa y, consiguientemente, a una progresiva mayor morbilidad y mortalidad.
Aunque tradicionalmente este declinar de los principales sistemas orgánicos se atribuía al proceso natural de envejecimiento, actualmente se conoce que, junto al mismo, intervienen otros factores derivados del desuso, de factores ambientales, de haber padecido ciertas enfermedades previas y de los hábitos de vida.
En el último capítulo de esta parte Cajal hace una evocación de Ponce de León para plantear el ansia irremediable de inmortalidad fisiológica, que, a nosotros, nos recuerda uno de los episodios más interesantes que aparecen en el Poema de Gilgamesh, un mosaico de leyendas –seguramente comenzó a elaborarse en 2500 a.C. y su transcripción final no terminó hasta 650 a. C.–, que es tenido en la actualidad como el relato literario más antiguo.
El Poema narra el viaje de toda una vida, la de un hombre de corazón inquieto, Gilgamesh, el héroe épico que alcanzó los confines del mundo y llegó a conocer misterios y cosas secretas; el pasaje al que hacemos referencia muestra la permanente y utópica búsqueda del hombre, a través del medicamento, del milagro de la eterna juventud.
Una vez muerto su amigo Endiku, Gilgamesh comprende que también él, algún día correrá la misma suerte; sin embargo, no se hace a esa terrible idea y recuerda que uno de sus antepasados, Utnapishtim, había logrado alcanzar la inmortalidad. Decide, pues, encaminarse hacia él para interesarse en cómo alcanzar tal estado.
Después de muchas dificultades logra encontrarle y llega a conocer el secreto de los dioses: una planta milagrosa era la que le proporcionaba la eterna juventud. Utnapishtim le revela los detalles, indicándole que él había logrado la inmortalidad gracias a haber sobrevivido a un terrible diluvio que había tenido lugar en Shuruppak:
“… Gilgamesh, te voy a revelar una cosa oculta y decirte un secreto reservado a los dioses. Existe una planta, cuya raíz es como la de un espino. Sus púas, como las de una rosa, pincharán tus manos; pero, si tus manos se apoderan de esta planta, habrás encontrado la Vida”.
Gilgamesh, habiendo oído estas palabras, abrió un conducto de agua y dejó caer su carga.; ató pesadas piedras a sus pies que le hundieron hasta el fondo del Apsu, donde vio la planta. Entonces se apoderó de ella, aunque le pinchó las manos; luego desligó las pesadas piedras de sus pies y el mar lo arrojó a su orilla.
Gilgamesh dijo entonces a Urshanabi, el batelero: Urshanabi, esta planta es un remedio contra la angustia, gracias a ella el hombre puede recobrar la vitalidad. ¡Quiero llevarla a Uruk-la-cercada! ¡Haré que la coma un anciano para experimentar su eficacia! Ella se llamará El viejo–rejuvenece. Yo mismo también la tomaré para recobrar mi juventud”.
Desgraciadamente, Gilgamesh no consiguió realizar su sueño y hubo de resignarse ante el destino perecedero del hombre, ya que mientras él se bañaba en una fuente de aguas frescas, una serpiente olfateó el aroma de la planta y, acercándose sigilosamente hasta donde la había dejado, se la llevó, perdiendo su vieja piel nada más entrar en contacto con ella.
Lo que sí hizo Gilgamesh fue dejar un mensaje esperanzador para la posteridad: la posibilidad que tiene todo hombre de alcanzar un nombre imperecedero.
De manera similar, Ponce de León tampoco encontró el “elixir de la eterna juventud”, pero su nombre también pasó a la posteridad. Así evoca Cajal ambos hechos:
“Bello y seductor ensueño que en todo tiempo acarició la imaginación humana! Ahí es nada, retrogradar en la trayectoria vital y recomenzarla en la fase prefáustica, de la juventud y de la fuerza! … Esta instintiva aspiración a remontar el curso del tiempo representa quizás una manifestación irreprimible del instinto de la vida. Caso histórico, representativo de tan seductora ilusión, es el de Ponce de León.
Viejo y lastimado por antiguas heridas, oyó decir en las Antillas que en región poco alejada existía una isla maravillosa, donde brotaban inexhaustas las linfas del rejuvenecimiento, restauradoras de energías perdidas y de dolencias anejas. Y exploró afanosamente la isla misteriosa en busca del mágico manantial .
Y ¡oh decepción! A pesar de haber bebido en muchas fuentes tuvo que renunciar desilusionado a sus quiméricos anhelos. En cambio, descubrió algo que vale más: el continente de la América del Norte, blasón de su gloria y cuna después de espléndida civilización.
A esta universal codicia de rejuvenecimiento respondía también el elixir de vida de los alquimistas medievales. Fracasaron en sus ambicioso empeño, más a semejanza del citado explorador español, descubrieron algo más importante que la prolongación de la vida: las bases, rudimentarias aun, de la química, ciencia henchida de miríficas promesas. Y es que la sugestibilidad exquisita del hombre se ha satisfecho siempre con mitos y ficciones, vanos y engañosos, considerados en sí mismos, pero a menudo punto de partida de prodigiosos descubrimientos, y siempre confortadores de nuestro ingénito optimismo.
Y aunque los sabios se estrellen contra la muralla de lo imposible, renunciando a su ambicioso programa, el hombre, que fue siempre un místico, ¿no habría granjeado un consuelo y una esperanza alentadoras? Todo el toque está en seducir nuestra ingenuidad, adormeciendo el sentido crítico, tan débil en la mayoría de los humanos, para que creamos a pie juntillas en los portentos prometidos.
Después de todo ¿han significado otra cosa sino sugestiones habilísimas, desde las célebres curaciones de Asclepios en Epidauro, hasta los modernísimos inventores de específicos? Injusticia fuera censurarlos; cuando no son farsantes condiciones, les excusa la piedad y compasión encendida hacia el dolor ajeno. ¡Loor a los que saben renovar el viejo repertorio milagrero, engañándonos con inesperadas y sorprendentes prácticas sugestivas!”.
La ancianidad es, ante todo, un deseo. ¿Quién desea que a la edad varonil no se añada la vejez?, se pregunta el autor del Buscón, pero se trata de hacerlo en las mejores condiciones y lo más tarde posible y, para ello, es necesario engañar al ladrón del tiempo, “que te hurtó la vida que tenías, te hurta la que tienes, te hurtará la que tuvieres”, porque atraparlo es imposible: el tiempo es “el mayor ladrón de todos, y el que a todos los ladrones hurta lo que hurtaron”.
Para ello, las gentes echan a andar por caminos distintos, según la actitud de cada uno ante la vida: unos siendo ejemplares en su vivir y en su hacer, preciándose “más de ser virtuosos que no de llamarse viejos”; otros, negando la propia realidad: “todos deseamos llegar a viejos, y todos negamos que hemos llegado” y comportándose con un modo de vivir que no
es propio de la edad. A estos últimos pertenecen personajes universales de la literatura que han buscado en el amor juvenil el remedio a los males de la vejez, que son resumidos por La Celestina de la siguiente manera:
“La vejez es mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, vecina de la muerte, choza sin ramas que por todas partes gotea, cayado de mimbre que con poca carga se doblega”.
Posiblemente el más famoso de estos personajes es el cervantino Carrizales, El Celoso extremeño, pero en tiempos de Cajal, el tema estuvo muy en boga por la popularidad alcanzada por la zarzuela La Verbena de la Paloma, estrenada en el teatro Apolo de Madrid en 1894 –cuando Cajal ya se había trasladado a la capital de España–, con libreto de Ricardo de la Vega y música de Tomás Bretón.
La obra nos muestra al viejo boticario don Hilarión tratando de conseguir los amores de las hermanas casta y Susana, esta última pretendida por Julián, joven empleado de una imprenta y hombre muy celoso, que se enfrenta a don Hilarión en la verbena de la noche del 14 de agosto. Al boticario don Hilarión parece fallarle el remedio con el que trata de sentirse y seguir pareciendo joven todavía, el “elixir de la eterna juventud” que él busca en la conquista amorosa de las “chuladas”.
Esta búsqueda del fármaco rejuvenecedor en la persona de la que el viejo se siente enamorado ha sido una constante en la literatura y desafortunadamente en la mayoría de los casos el tratamiento no ha finalizado con éxito. Unas veces, como en el caso que nos ocupa, porque la indicación no es correcta o porque la administración es inadecuada; otras, como en los personajes de Italo Svevo, por los efectos tóxicos, adversos o colaterales, es decir, porque el fármaco ha actuado más como veneno que como alimento o medicamento:
“… A mi me parecía que lo de tomar una amante era una decisión equivalente a la de entrar en una farmacia (…) Luego las cosas se complican un poco, claro. Acaba uno dándose cuenta que una persona no puede ser tomada toda ella como un medicamento.
Es un medicamento complejo, conteniendo incluso una fuerte dosis de veneno”. Claro que hay ocasiones en las que merece la pena correr el riesgo:
“Resolvió que si tenía que volver a vivir solitariamente y metido en su farmacia, abandonaría la vida…”. Seguramente en la mayoría de los casos los protagonista no fueron conscientes de que “la tragedia de la vejez no es ser viejo, sino haber sido joven”, según la máxima de Oscar Wilde.
En la mayoría de las obras literarias de las que el hombre se ha valido para expresar el ansia de eternidad, no ya en las condiciones de la ancianidad sino de la permanente juventud, se vuelve a repetir la frustración de Gilgamesh y así puede apreciarse en tres obras –ellas sí– inmortales: tras la lectura del mito de Fausto, recreado por W. Goethe; después de mirar en el espejo de Dorian Gray, el impresionante retrato acerca de la lucha del hombre contra el tiempo que compuso O. Wilde; al viajar con Gulliver al país de los struldbruggs, en ese ingenioso y preciso análisis de las ventajas e inconvenientes de la inmortalidad magistralmente escrito por J. Swift.
En la última y cuarta parte, de su último libro Cajal expone los paliativos y consuelos de la vejez, entre los que destacan la templanza y vida moderada, la prudencia en el régimen dietético y la actitud en el régimen moral, el retorno a la Naturaleza –aunque no debe hacerse demasiado tarde– y el empleo de la capacidad intelectual, tanto en el ejercicio de la escritura como en la distracción de la lectura.
Sin duda, Cajal se hubiera sentido encantado de mediar en el debate entre las optimistas propuestas de su colega –y también premio Nobel de Medicina–, la italiana R. Levi Montalcini, y las pesimistas tesis de otros autores, como S. de Beauvoir y N. Bobbio.
En su obra La vejez, la autora francesa describe la vejez como “una suerte de secreto vergonzoso”, que suele inspirar a la mayoría de los hombres “más repugnancia que la propia muerte”.
El texto, escrito durante su contradictoria relación con el filósofo J. P. Sartre es, por momentos, de una dureza extraordinaria, pero adquiere, en otros instantes, una luminosa compasión, que la lleva a sublevarse contra un tipo de civilización que condena al anciano a “vegetar en la soledad y el aburrimiento”, convirtiéndolo en un “puro desecho”.
Por su parte, N. Bobbio, profesor y filósofo militante en favor de la libertad y la tolerancia, no es menos pesimista. Denuncia la marginación de los viejos en la sociedad actual, analiza los diferentes tipos en los que se ha clasificado la vejez en la actualidad: cronológica o la del registro, biológica, psicológica y burocrática, hace una revisión de muy diversos textos literarios que han abordado la vejez a lo largo de la historia y concluye de la siguiente manera: “El mundo de los viejos, de todos los viejos, es, de forma más o menos intensa, el mundo de la memoria. Se dice: al final eres lo que has pensado, amado, realizado.
Yo añadiría: eres lo que recuerdas”.
De alguna manera, cuando escribió este texto, en el pensamiento de Bobbio estaba operando un conocido proverbio chino: “la vejez comienza cuando la nostalgia pesa más que la esperanza”.
Frente a ellos, Levi Montalcini adopta una actitud mucho más resuelta y decidida, la del “envejecimiento activo”, la del envejecimiento saludable si se quiere, aun reconociendo la marginación del anciano en una sociedad caracterizada por el vertiginoso desarrollo científico y técnico:
“Yo creo, al contrario que Bobbio, que no debemos vivir la vejez recordando el tiempo pasado, sino haciendo planes para varios años, con la esperanza de poder realizar unos proyectos que no habíamos podido acometer en los años juveniles (…).
Aunque la salud es fundamental en todas las etapas de la vida y sobre todo en la última, la principal baza de cada individuo no se basa únicamente en el bienestar físico, sino sobre todo en el conocimiento de los mecanismos de ese órgano magnífico que es el cerebro del Homo sapiens (…).
A continuación, la descubridora de la NGF (“Nerve Growth Factor”), la proteína estimuladora del crecimiento de las fibras nerviosas, descubre de forma deliciosa cómo es precisamente el cerebro, ese “as en la manga” al que precisamente alude el título de su libro, refiriéndose antes a una serie de personalidades, tanto del ámbito científico como del artístico, que alcanzaron una larga vida, y mantuvieron su espíritu creativo e innovador hasta sus últimos días, que supieron “no sólo poner, sino de llenar de vida, los años”; en el epílogo, Levi Montalcini vuelve a insistir en su teoría de la carta ganadora:
“A la conciencia de la muerte, con cientos de miles de años de antigüedad, se le ha sumado en épocas más recientes la angustia ante los aspectos negativos de la vejez. El sistema social actual valora el beneficio, la producción y la eficacia, y los que no son capaces de ‘producir’, como los viejos, se convierten automáticamente en seres superfluos, inútiles, en cargas para la sociedad. Es el hombre de esta sociedad quien ha creado la vejez.
Existe un antídoto para esta creación tan negativa: ser conscientes de nuestra inmensa capacidad cerebral. El uso continuo de estas capacidades, a diferencia de lo que sucede con los demás órganos, no la desgasta. Paradójicamente, fortalece y saca a relucir las cualidades que habían permanecido ocultas en el torbellino de las actividades desplegadas durantes las fases anteriores del recorrido vital”.
No se queda sola, ni mucho menos, en su defensa del envejecimiento positivo la escritora e investigadora italiana. En nuestro entorno, S. Pániker apunta:
“Si se quiere mantener el cerebro joven es indispensable una permanente entrada de información, la suficiente al menos para compensar la producción de entropía. Esta ley se me antoja fundamental (…), estoy convencido de que el envejecimiento cerebral, al menos, puede combatirse con el ejercicio mental, el mantenimiento de la curiosidad intelectual, o de la curiosidad a secas, el hábito crítico, la relación con el medio ambiente cultural, el juego creativo de la sinopsis”.
Desde la perspectiva de la calidad de vida en el anciano, J. A. Flórez, aboga por añadir el humor a los preconizados ejercicio físico, alimentación sana y apoyo social para generar comportamientos más saludables y una actitud más positiva ante la vejez, no sin antes alinearse, de alguna manera, con las tesis de la adaptación preconizada por G. Marañón:
“La clave del envejecimiento feliz radica ineludiblemente en la capacidad de adaptación del anciano a los cambios físicos que se van produciendo y a los agentes externos estresantes (factores psicosociales) que le acosan. Es precisamente esa capacidad de adaptación el mejor antídoto contra el proceso inexorable del envejecimiento y del deterioro psicoorgánico más o menos acusado”.
En fin, F. Scott-Maxwell escribía, cercana ya a los ochenta años, por el tiempo que, en París, los jóvenes pedían lo imposible, reclamaban la imaginación al poder y soñaban con el mar bajo los adoquines, que la edad, más que una desventaja, “es una intensa y variada experiencia, que se ha de afrontar siempre con entusiasmo”, o sea un estado de ánimo.
Pero no especulemos sobre la actitud que adoptaría Cajal en nuestro tiempo y volvamos al suyo. Para emprender esa aventura individual que es “el aprender a envejecer”, aconseja disponer, a ser posible, de una copiosa biblioteca, esa “botica moral inestimable” y da recomendaciones sobre los clásicos griegos y romanos, los clásicos españoles y los libros extranjeros.
De los primeros, a los que califica de “sano y delicado manjar” destaca el “ingenioso y encantador” Homero, a Diógenes, a quien dice tener a la cabecera de la cama, a Platón, “admirable en sus diálogos y en su República”, a las comedias de Aristófanes, por diferentes motivos a Cicerón, Virgilio y Horacio, a las comedias de Plauto y Terencio y, en fin, a Apuleyo, “cuyas ironías acerca de los dioses paganos, los filósofos ridículos, etc., constituyen preciosa panacea contra el mal humor”.
De los clásicos españoles recomienda de forma especial “las incomparables novelas picarescas”, las obras de Quevedo, las cuales constituyen “la Biblia del anciano” por “su alarde insuperable de gracejo y muestra inestimable de los recursos inagotables, brindados por el castellano, a quien sabe manejarlo con ingenio y amor” – el sentido del humor es un excelente reconfortante para salir al encuentro de una etapa de la vida, en la que la edad cronológica no siempre tiene por qué coincidir con la biológica–, Don Quijote y las Novelas ejemplares de Cervantes, “venero inagotable de sabrosas enseñanzas y gratos solaces”, los poetas del Siglo de Oro, el “agudo adoctrinador y exquisito estilista” de Gracián , el Teatro crítico y las Cartas eruditas del padre Feijoo como “sedantes de los arterioscleróticos” y, en fin, los discursos regeneradores de Jovellanos, entre otros.
De sus contemporáneos menciona a muchos, aunque se nota sus preferencias por Alarcón, Pereda, Pérez Galdós y su admirada Emilia Pardo Bazán, amén de eruditos como Menéndez y Pelayo, poetas como Zorrilla y críticos como Valera. En cambio, no nombra a otros grandes escritores de la las tres generaciones siguientes: la del 98, 14 y 27, de algunos de los cuales hizo público elogio en otras ocasiones.
Finalmente, Cajal desiste del empeño de reseñar los libros extranjeros más convenientes para la vejez, ya que “convertiría este escrito en formidable catálogo de librería internacional. Lo que sí hace don Santiago es recoger lo que otros autores habían argumentado acerca del valor de la lectura:
“Razones y encomios pueden resumirse en estas palabras: ‘que los libros son nuestros mejores amigos; portavoces de la sabiduría y de la tradición, nos brindan el remedio de nuestros desconsuelos e infortunios; nos permiten a toda hora conversar con los grandes genios de la Humanidad; evocan y renuevan emociones y pensamientos de tiempos pretéritos venturosos; nos ofrecen el fruto de la sensatez y experiencia seculares para guiarnos en los trances difíciles o dolorosos, o distraernos en los instantes de tedio o de postración mental’, etcétera…
Sólo añadiré por mi cuenta, que nos brindan sus consejos sin pedantismo ni altivez, y que de todos nuestros amigos, son los únicos que se callan, después de hablar”.
Cajal seguramente hubiera estado de acuerdo con Mario Vargas Llosa. Para el autor de La Fiesta del Chivo, la mayoría de las novelas, como los seres vivos, también envejecen y mueren. Las que sobreviven “cambian de piel y de ser, como las serpientes y gusanos que se vuelven mariposas”.
Entre ellas, sin lugar a dudas, es el Quijote quien antes y más definitivamente ha ganado la inmortalidad, pues a cada generación dice algo distinto de lo que dijo a las precedentes. Es más, a cada lector comunica cosas, algunas de las cuales jamás pensó en transmitir el propio Cervantes.
Por eso, el genial autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha ha sido y es, para muchos, no solamente nuestro mejor literato, sino nuestro mejor ensayista (A. Monterroso). De ahí que, a pesar de su escaso entusiasmo juvenil por la obra, don Quijote fuera en la madurez una referencia constante en la vida y en la obra del Nobel español.
CHARLAS DE CAFÉ
En su primera edición , publicada en 1920, se tituló Chácharas de café. El libro recoge pensamientos, anécdotas y confidencias, a través de las cuales Ramón y Cajal saca a relucir las ideas y comportamientos de su tiempo. De su éxito entre el público da prueba que en un año ya se habían agotado las dos primeras ediciones y obligaron a Cajal a sacar una tercera edición, ahora ya con el título que ha perdurado, en el verano de 1921.
El autor nos presenta el libro como “una colección de fantasías, divagaciones, comentarios y juicios, ora serios, ora jocosos, provocados durante algunos años por la candente y estimuladora atmósfera del café”. En cierto modo se trata de un pequeño homenaje a la tertulia del Café Suizo, formada por literatos, hombres de ciencia, líderes políticos, profesionales liberales y hombres de negocios, frecuentada durante años por el sabio aragonés y que desapareció el mismo año de la publicación del libro.
Además de sus pensares, que muchas veces nos recuerdan a los del famoso personaje machadiano del Juan de Mairena, e incluso, en ocasiones, a algunas de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, Cajal, en el prólogo a la tercera edición, dice incluir “algunas anécdotas personales y unos pocos comentarios, inspirados en sucesos recientes o en nuevas lecturas”.
En cuanto a los motivos que le han impulsado a escribir esta obra, Cajal hace referencia a dos impulsos fundamentales: “primeramente, la tendencia casi irresistible de todo pensamiento a revestir, como la ‘plántula incluida en la semilla, una forma capaz de erguirse al aire y a la luz; y, en segundo lugar, la esperanza, acaso quimérica, de que, a despecho del fárrago de juicios inconsistentes, paradójicos o extremadamente pesimistas, encuentre el lector alguna apreciación exacta o algún consejo provechoso, fruto tardío, y frecuentemente amargo, de la experiencia”.
De alguna manera, Cajal quiere liberarse de ciertas ataduras y, desde el prestigio de quien había conseguido todos los grandes premios de la ciencia en el estuario de los dos últimos siglos –el premio Moscú al mejor trabajo de investigación médica internacional, la medalla Helmholtz del Gobierno alemán, el premio Nobel de Fisiología y Medicina, etc.–, considera que debe expresar su ideario, forjado en la fragua de una vasta cultura repleta de un variado saber.
Como él mismo decía: “Si después de veinticinco años de estudiar encarnizadamente el órgano del pensamiento en el hombre y en los animales no he conquistado todavía el derecho a discurrir con alguna independencia sobre aquellas cuestiones filosóficas íntimamente relacionadas con mis propios descubrimientos, ¡pues me he lucido!”.
Aun tuvo tiempo de revisar una cuarta edición (1932), en la que confiesa: “he dulcificado y limado bastantes pensamientos, suprimido otros y adicionado algunos”, afirmando con rotundidad que : “Si piedad y mis acha que lo consintieran, hubiera refundido y ampliado toda la obra”.
El libro se divide en once capítulos, en algunos de los cuales se revisan aspectos ya abordados en otros libros, aunque la manera de hacerlo resulte aquí más original, revelando la vasta cultura que, a lo largo de sus años de madurez, fue adquiriendo el premio Nobel español. Repasaremos aquí algunos de los pensares y anécdotas, haciendo referencia especialmente a aquellos por los que se filtra el discurrir del bacteriólogo.
En el primer capítulo se habla de la amistad y la enemistad, la simpatía y la antipatía, la gratitud y la ingratitud… Cajal alude a la amistad en los siguientes términos: “El cultivo de la amistad pide mucho tiempo, solicitud y esmero. Uno o dos buenos e íntimos amigos los tiene cualquiera; cuatro o seis, pocas personas; una docena nadie”.
Pero ¿qué es un “íntimo amigo”. Sin duda, Cajal hubiera hecho suyo el planteamiento de Lain sobre la amistad.
De acuerdo con el maestro de la historiografía española, cuatro son los pilares básicos sobre los que se construye la amistad: la benevolencia (querer el bien del amigo), la beneficencia (hacer el bien al amigo), la beneficencia (hablar bien del amigo) y la confidencia (compartir los secretos con el amigo).
En relación al enemigo, Cajal aconseja proceder como el bacteriólogo, que “en la imposibilidad de aniquilar al microbio opta por embolarlo, es decir, por convertirlo en saludable vacuna”.
El segundo capítulo contiene algunas opiniones acerca del amor y de las mujeres –algunos ya expuestos en una publicación anterior titulada La mujer –harto discutibles, aunque tengan el matiz de las consideraciones al uso de la época, el indiscutible apoyo a los plenos derechos de la mujer y el constante reconocimiento a la labor de mujeres singulares, como Marie Curie. Como muestra, algún botón:
“La reina de las hormigas da a la esposa ejemplo insuperable de recato y de modestia. Bella, esbelta y alada durante el efímero velo nupcial, arráncase las alas y reclúyese de por vida en el hogar para consagrarse, asistida de abnegadas obreras, al cuidado y multiplicación de la prole. El tan decantado feminismo de hoy no existe en la serie animal”.
Poco antes, se pregunta: “¿Adónde iremos a parar con este desdichado feminismo de desdiferenciación sexual?”. Y él mismo trata de dar respuesta: “Mucho me temo que en lo futuro el ángel del hogar se convierta en antipático virago, y que el amor, supremo deleite de la vida, se transforme en onerosa carga impuesta por el Estado para fabricar a destajo obreros y soldados”.
Poco después, advierte: “El ideal antiguo de juntar en un mismo sujeto los deleites de la amistad y del amor –ideal inspirador de tantos repugnantes extravíos– sólo tiene una solución biológica honrada: elevar la cultura de la mujer para que pueda ser consejera, amiga y amante del esposo”.
Y continúa: “Si la sensualidad de la mujer fuera tan viva como en el hombre, la raza humana habría degenerado rápidamente. La Naturaleza ha hecho casta a la esposa, para hacerla fuerte y sana. Gracias a esta virtud, pocas veces desmentida, el protoplasma humano consérvase vigoroso y puede corregir, en cierta medida, las consecuencias de los excesos y vicios del varón”.
En el tercer capítulo, en torno a la vejez y al dolor, se repasan algunas ideas de otros autores y se hacen algunas reflexiones, que luego se plantearan de forma más extensa en La vida vista a los ochenta años. La idea central es que la vejez es una enfermedad crónica, necesariamente mortal, que “todos debiéramos evitar y que, sin embargo, todos deseamos”, siendo una buena biblioteca la “botica espiritual” en la que se pueden encontrar “antídotos contra la desesperanza, el dolor, la tristeza y el tedio”.
Otros remedios aconsejables son el sol y las flores, es decir, la vida al aire libre, disfrutando de la Naturaleza. En realidad, lo que está planteando Cajal contra el desalentador sentimiento del “carecer de mañana” es “vivir creando” y aprender a convivir con las imperfecciones de la existencia humana, o lo que, en términos actuales, definiríamos como “envejecimiento activo” o “envejecimiento positivo”.
La cita de otros autores, clásicos y contemporáneos, junto a las propias reflexiones, también es el basamento sobre el que se construye el capítulo cuarto dedicado a la muerte, a la inmortalidad y a la gloria. Unas, veces aparecen como simples aforismos y, otras veces, las afirmaciones parecen necesitar una cierta argumentación. Entre las primeras rescataremos las siguientes sentencias:
“No hay tema más real e ineluctable que el fenecer, ni tema sobre el que menos se platique”, “la gloria no es otra cosa que un olvido aplazado”, “el arte de vivir mucho es resignarse a vivir poco a poco”, “poco vales si tu muerte no es deseada por muchas personas, “la vanidad nos persigue hasta en el lecho de la muerte”. Entre las segundas, destacaremos la siguiente:
“‘Todo deriva hacia la muerte’, afirman Hartmann y Mayland. El mundo, enseña la ciencia, tiende a perder sus saltos de potencial. La entropía (Clausius) de cada vez mayor acabará con todo fenómeno y, por de contado, con el fenómeno vital. Si tal es el destino de la vida, comprendo el suicidio cósmico y hallo natural y casi deseable el choque del astro negro que ha de retrotraer, según pronostica Arrhenius, nuestro pobre y vetusto planeta al primitivo estado de nebulosa.
Con mortal congoja evoco el desconsolador Debemur morti nos nostraque, de Horacio, y esta otra máxima crudamente escéptica: Mortalia facta peribunt. Si esto fuerza siempre verdad, ¡para qué trabajar?…
En estas cavilaciones me asomo a la ventana: Es domingo. Un torrente de vida jocunda desbórdase por la calle, ramificándose en mil arroyuelos serpenteantes. Mujeres hermosas van camino del teatro; el mocerío porteril asalta los coches de la plaza de toros; incontables parejas y familias apíñanse afanosas esperando los tranvías de la Bombilla, de la Moncloa o de los Cuatro Caminos.
Y ante este incontrastable optimismo de la vida, reacciono. Obedezcamos sus mandatos. Para mostrarse optimista y confiada, ¿no tendrá razones ignoradas de filósofos y científicos…”.
También merece la pena entresacar la relación que establece Cajal entre hombre y los microorganismos patógenos:
“El hombre, se ha dicho, es el predilecto de la Providencia. Con igual razón cabría afirmar que es el amado de los microbios. Desde que nace, su trayectoria viene a ser loca carrera al través de un campo de batalla, donde llueven los proyectiles. Un aficionado a la tauromaquia compararía de buen grado nuestra vida a la lidia de un toro en plaza.
Pícanle, primeramente, el sarampión, las viruelas y la escarlatina; banderilléanle, después, la fiebre tifoidea, la gripe y la tuberculosis, y ya débil, mohino y aplomado, rematan la suerte la asistolia, la uremia, la hemorragia recebral o la pulmonía”.
En el capítulo quinto se aborda el genio, el talento y la necedad en los siguientes términos:
“Conocénse infinitas clases de necios; la más deplorable es la de los parlanchines empeñados en demostrar que tienen talento (…).
Las cabezas deben juzgarse como los bolsillos. Al hacerlas sonar con las sacudidas de la conversación advertimos en seguida que unas contienen el oro de la sabiduría y del ingenio y otras la calderilla de la vulgaridad y de la rutina (…).
Infinitas son las definiciones del talento y del genio formuladas por los psicólogos; pero casi todas giran, a mi entender, en torno de estas dos: ‘El talento es la facilidad, y el genio, la novedad’(…).
Preguntada cierta persona por qué no asistía a la amenísima tertulia del doctor M., Hombre de finísimo ingenio, pero muy holgazán, contestó:
-Porque la holgazanería se pega y el talento no”.
El capítulo sexto versa sobre la conversación, la polémica, las opiniones, la oratoria, y la alabanza de la tertulia, siendo el párrafo introductorio un buen resumen del capítulo entero:
“La verdadera característica del hombre discreto no consiste en hablar, y menos en charlar, sino en conversar. En las tertulias cultas satisfacemos nobles curiosidades; cambiamos ideas por ideas; corregimos juicios precipitados; hallamos consejos en los negocios arduos, estímulo para las buenas obras, consuelo en los sinsabores y, por encima de todo, ejercitamos la totalidad de nuestro mecanismo mental, algunos de cuyos rodajes tienden a atrofiarse a causa del desusos impuesto por el espacialismo profesional.
Gracias, en fin, a esta especie de conjugación espiritual, conserva el cerebro todo el patrimonio heredado de la raza, evitando descender, como los parásitos de la baja zoología, a la condición degradante de intestino voraz, servido por un aparato locomotor o tentacular en regresión”.
Nótese la semejanza con el consejo de Juan de Mairena: “para dialogar, preguntar primero; después, escuchad” y la perspicaz sentencia de Gracián: “Es la noble conversación, madre del saber, desahogo del alma, comercio de los corazones, vínculo de la amistad, pasto del contento y ocupación de las personas”.
También aquí se vuelve a encontrar la metáfora microbiana:
“Al modo de los organismos complicados, las tertulias son infestadas de microbios más o menos virulentos. Algo hemos dicho ya del insoportable dictador de la palabra; y necesitaríamos escribir un largo artículo para definir y clasificar otros parásitos no menos patógenos, a saber: el maldiciente, el matón, el latoso, el engreído, el pedigüeño, el chismoso, el protector, el político, etc”.
El siguiente es un largo capítulo acerca del carácter, la moral y las costumbres, que acaba con doce máximas recomendables para ser “relativamente dichosos”.
Aquí están resumidas: conténtate con lo que la “pobre bestia humana” pueda dar de sí; considera que el hombre tiene más de mono que de ángel, con lo que se imponen la piedad y la tolerancia; inspírate en la máxima “de nada demasiado”; no trates con malintencionados y envidiosos; vive de ti mismo; distráete con el estudio de la historia y la literatura y practica el dibujo y la fotografía; huye de las pasiones que esclavizan el espíritu; aprende a callar y a hablar con mesura, modestia y oportunidad; maneja la verdad como la dinamita, es decir, con precauciones; sigue la sentencia: “sólo el honrador es honrado”; no te mofes de los sentimientos religiosos de nadie; tómalo todo a broma, porque sólo la alegría es garantía de salud y longevidad.
Pero el capítulo también contiene una interesante disertación acerca del amor humano:
“Con raras excepciones, el amor humano sigue las leyes de la transmisión del calor y de la luz. La intensidad de este sentimiento está en razón inversa del cuadrado de la distancia. Su foco ardiente reside en nuestro egoísmo personal; irradia después, algo atenuado, a la familia; transmítese, más debilitado aún, a los amigos, y, finalmente, difúndese, en gradación desfalleciente, a la Patria y a la Humanidad.
Y semejante regla parece aplicable lo mismo al espacio que al tiempo, entendiendo por éste el futuro, dado que el viejo Cronos posee, en sentir de los psicólogos, una sola dimensión y corre exclusivamente hacia adelante.
Por rara desviación sentimental, en ciertas personas, no obstante, los valores se invierten: unos anteponen la Patria a la familia; otros sacrifican el presente al futuro, y otros, en fin, lo actual a lo pretérito. Tales son respectivamente, los héroes, los sabios y los eruditos.
Ellos constituyen los artífices del progreso (…)”.
En el capítulo octavo salen a relucir los pensamientos de tendencia pedagógica y educativa, volviéndose a reafirmar en algunos principios ya planteados en otros libros. Así, sobre la dialéctica entre teoría y práctica propugna un equilibrio: “Hay que aprender la cosas simultáneamente con los libros. Porque realidades y libros se fecundan mutuamente.
Examinando los fenómenos, comprendemos las teorías, y conociendo las teorías nos adueñamos del fenómeno. Quien se entrega exclusivamente a la especulación recuerda al cazador que, fiado en su dominio teórico de la escopeta, en vez de cobrar un ciervo mata al perro”.
Sin embargo, este equilibrio no se mantiene en el debate entre ciencia y empirismo: “La ciencia es un ahorro de esfuerzo, como diría Mach, y el empirismo una disipación de energía. Mientras éste se circunscribe a la angosta esfera del fenómeno, aquélla se remonta a la cumbre de la ley, desde la cual prevé el porvenir y explica el pasado”.
Por otra parte, se lamenta Cajal de las habilidades artísticas o técnicas perdidas por una educación deficiente o por la indiferencia o distracción de un maestro rutinario: “A semejanza del frutal temprano, todo hombre de talento posee algunas yemas que no pudieron florecer congeladas por el rigor del ambiente”.
En el extenso capítulo noveno acerca de la Literatura y el Arte, Cajal repasa ciertas tendencias de su tiempo, nos muestra su opinión sobre algunos autores clásicos y contemporáneos, como “el incansable Unamuno, que lo lee todo y discurre sobre todo”, y compara a la obra genial con “un germen dotado de vida autónoma, nutrido por la admiración y la crítica comprensivas y productor de infinitos retoños, luego de alcanzar pleno desarrollo” y, una vez más, a la literatura con una buena farmacia:
“Nada hay más semejante a una biblioteca que una botica. Si en las estanterías farmacéuticas se guardan los remedios contra las enfermedades del cuerpo, en los anaqueles de las buenísimas librerías se encierran los específicos reclamados por las dolencias del ánimo.
Por tanto, la biblioteca del escritor debe ofrecernos, en armonía con el estado de nuestro espíritu, libros fúnebres que hagan llorar, como la pilocarpina; libros que hagan reír y delirar, como el alcohol y el haschisch (fase de delirio hilarante); libros sedantes, como el veronal y el bromuro de potasio; libros analgésicos, como la cocaína y la morfina; libros tonificantes, como los preparados de hierro, y hasta libros de pura broza, ganga y relleno, como la vaselina y el cerato simple.
No sonría el lector demasiado severo o desdeñoso: tales insulsas obras nos enseñan a apreciar por contraste las producciones maestras del ingenio, con la ventaja de proporcionarnos, leídas después de cenar, y a pequeños sorbos (naturalmente), el sueño más fisiológico, profundo y reparador que se conoce”.
El capítulo décimo aborda cuestiones políticas y sociales, la guerra, etc.; durante el mismo mantiene un tono bastante ácido en cuanto a España y a los españoles, ya desde el principio –el inglés cree que su deber primordial es mantener el Estado, mientras que el español cree que es el Estado el que debe mantenerle a él–, aunque al final hace un canto a la refundición de la España gloriosa, mostrándose de acuerdo con los remedios propugnados por Joaquín Costa para el renacimiento español:
Despensa y educación, y haciendo una llamada a la colaboración entre artistas, poetas, inventores y obreros para esculpir una Minerva española, “fuerte por la espada, pero más fuerte por su saber, su prosperidad y su prudencia”,.
Su actitud está en línea con “el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad” de Gramsci cuando afirma que “seamos algo pesimistas, pero con un pesimismo comprensivo y crítico. Y en todo caso, jamás consintamos en que descienda desde el cerebro a las manos”.
En general se muestra muy duro y crítico con los políticos, aún reconociendo que hay tres tipos: “los que enaltecen la Patria, los que la sirven y los que la explotan”, y, en un momento determinado, confiesa que: “Miro con simpatía las justas reivindicaciones del socialismo contra la burguesía; más al reflexionar sobre las consecuencias del triunfo de las ideas de Marx y de Lasalle, asáltame algunas dudas y no pocos recelos (…). ¡La utopía de la igualdad!… He aquí un bello ensueño, contra el cual pugnan solamente dos parvos enemigos: el Universo entero y la evolución de la vida”.
El libro se cierra con el capítulo dedicado a los pensamientos de sabor humorístico y anecdótico del que hemos entresacado dos situaciones, una en la que se deja ver al Cajal neurólogo, y otra, en las que aparece el Cajal bacteriólogo.
La primera de ellas corresponde a la respuesta que da un colega a un reputado neurólogo que le está reprochando amistosamente sobre el vicio suicida del alcohol:
“- Ambos –respondió el incorregible dipsómano–cumplimos nuestra misión fabricando ciencia experimental: tú has venido al mundo para esclarecer la fisiología del cerebro, y yo para determinar la cantidad de alcohol que puede soportar”.
La segunda corresponde al diálogo entre un microbio y un médico:
“El microbio: Eres un ingrato. Me combates sañudamente, cuando, gracias a mí, vives y prosperas.
Médico: Me acreditan tus derrotas, no tus victorias.
Microbio: Pero cobras las dos. Además, cuando a fuerza de inventar vacunas y sueros específicos, etcétera, consigas exterminarme, ¿de qué vivirás?
Médico: ¡Bah!… Me quedarán todavía las víctimas de la ambición, de la envidia, del odio, de la miseria, de la gula, de la vejez, del amor, y las iniquidades horrendas de la guerra”.
Todavía hay dos alusiones bacteriológicas más: al bacilo de Koch y al treponema de la sífilis, pero preferimos acabar con la sabrosa fábula parasicológica de “El hombre y la tenia, o el orgullo antropocéntrico”. Dice así:
“El hombre.– Soy el objeto predilecto de la Creación y el centro de cuanto existe. Para mi sustento y regalo fueron formados el vegetal y el animal.
El cielo, insondable abismo sembrado de nebulosas y estrellas centelleantes, fue fabricado para saciar la sed de infinito de mi alma y rendir al sublime Arquitecto el culto que le es debido. Y el supremo Hacedor fue tan generoso que me otorgó imperio absoluto sobre animales y plantas, desde el elefante al perro y desde el árbol al hongo.
La Tenia solium.– Paréceme, querido huésped, que te desvaneces un poco. Si te consideras rey de la Creación, ¿qué seré yo que me alimento de ti y mando en tus entrañas? Te envaneces en ser centro de todo, pero yo soy centro de tu centro. Alardeas de penetración intelectual, y ni siquiera sospechas que yo me alojo en tu cuerpo y te exploto como la larva de mosca al muladar.
Haces bien en ensalzar al Creador, pero en mi boca se justifica el elogio mejor que en la tuya. Desbarras al afirmar que plantas y animales se han producido para tu regalo: se han creado para el regalo de todos. Y si yo me permitiera un rasgo de orgullo, diría que nacieron para que, por ministerio de tus jugos digestivos, se nos proporcionara, no sólo a mí, sino a la caterva innumerable de microbios intestinales, ración abundante, nutritiva y variada.
Bien miradas las cosas, mi condición es harto más envidiable que la tuya: tú trabajas y te afanas para ganar el sustento, mientras que yo, sin el menor esfuerzo, me nutro del quimo elaborado por tus glándulas digestivas. El privilegio que tú persigues de vivir sin trabajar me lo ha acordado graciosamente la Providencia desde hace millares de años.
El hombre.– Ignoraba, en efecto, que existieras y fueras capaz de discurrir. Permíteme, sin embargo, afirmar que mi orgullo tiene mejor ejecutoria que el tuyo. Careces de razón y de alma inmortal.
La tenia.– ¡Donosa ocurrencia! ¿No estoy acaso provista de células nerviosas, fundamentalmente iguales a las tuyas, como las similares, todavía más complicadas, de mis parientes los ascárides y las sanguijuelas? Y siendo un hecho demostrado que la concentración y complicación del sistema nervioso se ofrece en la escala animal como una serie ininterrumpida de gradaciones, ¡por dónde cortamos? ¿Cuántas neuronas hay que atesorar para poseer alma y un poco de racionalidad?”
Kipling nos transmitió la frase de un filósofo hindú, cuyo nombre se ha perdido en el ir y venir del tiempo: «la mente duerme en la piedra, sueña en la planta y se despierta en el hombre». Pues bien, al desentrañar los secretos de quien duerme, sueña y se despierta dedicó Cajal su vida, vida que se completó con su otro yo científico, el de la personalidad del Doctor Bacteria.
De la necesidad de expresarse artísticamente ambos personajes surge la obra literaria de Cajal, a la que hemos dedicado estas páginas que ya se apuran, con la ilusión, acaso vana, de entretener al lector, en el convencimiento de que conociendo al escritor, se conoce mejor al hombre mismo.
Obras de Santiago Ramón y Cajal
BIBLIOGRAFÍA
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Doctor en Farmacia
Autor de los libros: La Historia oculta de la Humanidad, La Farmacia en la Historia, Ajuste de cuentos y Viaje al levante almeriense, entre otros
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P.S.: También yo cometo errores. En mi comentario de hace unos minutos, he dejado escapar una coma sin poner.
A quienes me leyeren, saludos.
Se nota que el señor González es leído, por la cantidad de pasajes que comenta, enlaza y cita.
Me ha sorprendido mucho la metáfora de la búsqueda de un fin imposible como el de la leyenda de Gilgamés. También yo he buscado una meta fabulosa en la vida; pero, a diferencia del héroe legendario, logré alcanzarla estos últimos años: comprender en profundidad cómo se las arreglan los sistemas nerviosos para reconocer y comprender su entorno, a fin de disfrutarlo y sobrevivir hasta, al menos, haber completado sus tareas procreativas; y, nosotros con los nuestros, para pensar, imaginar, escribir bellas obras y desear metas imposibles. Buscando estaba yo, precisamente, con la intención de incluirlas en el artículo que escribo, en el que expongo y pruebo mis descubrimientos referencias a la publicación en París de la obra científica de don Santiago, así como a la traducción al inglés y a la impresión facsímil que sé que existe (por cierto, con título que me consta es incorrecto, pues sé que el original nombraba el tejido nervioso y que, en la tal facsímil, ha sido reemplazada por otra expresión), para ponerle fecha y título correcto, cuando topé con el presente.
Por cierto, que me habría gustado calificarlo con cinco estrellas, pues casi, casi, casi las merece. Mas así soy yo y lo dejé en cuatro; no habría sido justo con otros escritores de otro modo. Me quedé una pizca decepcionado por alguna que otra falta de puntuación, tanto en el presente artículo como en la transcripción de alguna de las citas, lo que noté en una de don Santiago. Sé que este no las habría cometido, pues leí su más famosa obra científica de joven (un ejemplar original que mi bisabuela tenía en su librería científica) y, en aquella ocasión, no noté ninguna; y mi obsesión por la perfección del detalle era entonces la misma que ahora. Así es como sé lo de la mención al tejido nervioso.
Doy las gracias al señor González por su extenso artículo, que he disfrutado. Ha debido llevarle mucho tiempo y dedicación.
Kurt Artingadi (pseudónimo)