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(Dionisio Cañas)
El corazón, en cualquiera de los significados que permite la palabra, aparece frecuentemente, como protagonista o como referencia, en la ficción literaria, en dramas y novelas, en cuentos y poemas. La polisemia permite, como en pocos otros casos, el juego y la metáfora, la búsqueda del otro y el viaje interior, lo físico y lo espiritual.
Como el canto rodado en el lecho de un río, el corazón –y con él, sus mitos, sus símbolos, sus significados, sus interpretaciones científicas y artísticas– ha adquirido a lo largo de los diversos y numerosos meandros de la historia de la literatura su redondez y perfección.
Pocas trabazones tan fecundas existen en el telar del humano vivir como las formadas por la literatura y el corazón humano –”estancia dorada en la que mora el placer, aunque, en apariencia, la vida pueda no ser más que un tosco montón de barro”– desde que algún escritor de espíritu inquieto nos dejara constancia precisamente en una tablilla de barro del doble sentido de la palabra corazón:
“Cuando –Gilgamesh– tocó su corazón, éste ya no latía.”
“Mi corazón está dolido a causa de mi amigo.”
Esta doble condición del corazón como órgano vital y fuente de sentimiento vuelve a aparecer muchos siglos después en el libro pedagógico por excelencia entre los últimos años del siglo XIX y primeras décadas del XX, obra del italiano Edmundo D‘Amicis y titulado sencillamente Corazón (Cuore).
Decía Alfred Polgar en su Tratado sobre el corazón, un “tratado paralelo” contenido en su Vida en minúsculas, que “corazón” es sin duda el sustantivo que el hombre civilizado ha utilizado con mayor frecuencia, sea grande o pequeño su vocabulario, y que si se censurara esta palabra, dejarían de existir las nueve décimas partes de la lírica. El corazón crea literatura. El cuento, la novela, la poesía, etc. no son sino diferentes expresiones del ansia del corazón por hacerse literatura. Pero, al mismo tiempo, la literatura inventa corazones.
Por eso, el corazón, en cualquiera de los significados que permite la palabra, aparece frecuentemente como protagonista o como referencia en la ficción literaria, trátese de dramas o novelas, de cuentos o poemas. La polisemia permite el juego y la metáfora, la búsqueda del otro y el viaje interior, lo físico y lo espiritual.
Alfred Polgar fue un agudo observador que rehuyó de los lugares comunes, las certezas inamovibles y las aproximaciones rutinarias para crear imágenes y metáforas fuera de lo común:
“El corazón tiene forma de corazón, se suele comparar con un reloj y juega un papel importante en la vida, sobre todo en la vida sentimental. Es en ella el comodín, el depositario de todas las emociones, la lente en la que convergen todos los rayos, el eco de todos los rumores.
Es capaz de las funciones más diversas. Puede arder como una tea, por ejemplo, puede dejarse colgado de cualquier cosa, igual que una chaqueta, y puede también como ésta desgarrarse, puede correr como una liebre perseguida, detenerse como el sol de Gedeón o rebosar como la leche cuando hierve. Está verdaderamente colmado de paradojas.
La dureza de este objeto maravilloso oscila entre la mantequilla y la piedra berroqueña, o bien siguiendo la escala mineralógica, entre el talco y el diamante, se puede dar y se puede perder, cerrar a cal y canto o abrir de par en par, puede traicionar y ser traicionado, se puede llevar a alguien dentro de él (y ese alguien no tiene ni siquiera por qué saberlo), puede uno enterrarlo en cualquier cosa, el corazón entero en una quisicosa, en una nada del tiempo y del espacio, en una sonrisa, una mirada, un silencio.
“Corazón” es sin duda el sustantivo que el hombre civilizado adulto utiliza con mayor frecuencia, sea grande o pequeño su vocabulario. Si se censurara esa palabra, dejarían de existir las nueve décimas partes de la lírica. Que corazón rime con pasión, igual que coeur con doleur o Herz con Schmerz, ha de ser algo más que pura coincidencia fonética y sin duda es símbolo de una relación particularmente íntima y frecuente.
Nuestras alusiones al corazón son casi siempre metafóricas, no sólo cuando hablamos, sino también cuando pensamos- Y mientras sea así, por muy en serio que vaya el asunto, no pasa de ser un juego, un juego variable en el que las pérdidas siempre pueden trocarse en ganancias.
Lo malo de verdad ocurre cuando ya no se habla de él en símiles y metáforas, cuando las metáforas se retiran de él (igual que se bajan las máscaras cuando la fiesta toma un sesgo inquietante), cuando incluso los más osados y grandiosos de sus movimientos se vuelven irrelevantes y solo adquieren algún significado los que se pueden medir, los puramente mecánicos, cuando ya no cuenta su melodía, sino tan solo su mero ritmo.
En tales momentos le queda ya poca poesía al pobrecillo. Deja de tener entonces la menor importancia para qué late, siempre y cuando siga latiendo. Nuestro noble corazón queda en este caso dispensado de cualquiera de las funciones fisiológicas que tiene en común con éste.
Y aún así, precisamente en tales momentos, cuando el corazón no juega más que el papel objetivo que le ha otorgado la naturaleza, cuando no ambiciona cada latido otra cosa que el siguiente, cuando no desea ya otra cosa que a sí mismo, cuando su amor propio no necesita mejor comparación que con un reloj que funciona…Precisamente en tales momentos, cuando no es más que una miserable maquinita atascada que no se arregla con aceite, precisamente entonces nos muestra su aspecto más digno y sublime.
Y, brillando es la luz fosforescente de la vida, entre las formas y colores que lo rodean, es como una majestad menesterosa en medio de la chusma petulante”.
De literatura y del corazón humano también nos habla Robert Louis Stevenson:
“Inmersos en nobles libros, nos sentimos conmovidos por algo que se asemeja a las emociones de la vida, y tal emoción se ve provocada por formas verdaderamente dispares.
Así nos conmovemos cuando Levine trabaja en el campo, cuando André se hunde en sus sentimientos, cuando Richard Feverel y Lucy Desborough se encuentran junto al río, cuando Anthony ‘se quita el yelmo sin asomo de cobardía’, cuando Kent siente una infinita piedad por el moribundo Lear, cuando –en Humillados y ofendidos de Dostoyevski– el resignado héroe apura su copa de sufrimiento y de virtud. Todos ellos son rasgos que complacen al gran corazón del hombre…”
Y estas palabras están entre las muchas que han producido ese placer a lo largo de la historia de la literatura, en la que el corazón ha tenido protagonismo y presencia como objeto y como temática en innumerables ocasiones.
A veces de la forma más explícita, cargado de toda su simbología pero apareciendo en la narración como el órgano del cuerpo humano que es, así en El corazón delator, de Edgar A. Poe, un relato de terror psicológico donde el sonido del corazón de la víctima es descrito de este modo:
Y donde la creciente intensidad de sus latidos es utilizada por Poe como recurso literario para intensificar asimismo la inquietud que rebosa este cuento:
“Al mismo tiempo, aumentaba el infernal tamborileo del corazón. Se hacía cada vez más y más rapido, más y más fuerte. El terror del viejo debía ser excepcional.
Ese latido se hacía cada vez más fuerte, repito, ¡Cada vez más fuerte! ¿Os dais cuenta? Ya os he dicho que soy nervioso; y es la verdad, Pues bien, en aquella hora mortal de la noche, en medio del pavoroso silencio de aquel vetusto caserón, ese ruido tan singular provocó en mí un terror incontrolable. Durante algunos minutos me contuve y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido era cada vez más y más fuerte! ¡La hora del viejo había llegado!”
Efectivamente, en El corazón delator, el viejo morirá a manos del narrador y luego ese latido volverá para recriminarle su acción y será entonces la culpa la que se intensificará con él, hasta hacerle confesar su crimen frente a los agentes de policía en medio de enloquecidos gritos:
“–¡Miserables! –exclamé–, no disimuléis más! ¡Confieso mi crimen! ¡Aquí, aquí, levantad las tablas!, ¡aquí, aquí! ¡Es el latido de su asqueroso corazón!”
Y también aparece el corazón en El Quijote. En la cueva de Montesinos conoce don Quijote –según cuenta al salir de ella– al anciano caballero de dicho nombre:
“Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fue verdad lo que en el mundo de acá arriba se contaba: que él había sacado de la mitad del pecho, con una pequeña daga, el corazón de su grande amigo Durandarte y llevádole a la Señora Belerma, como él se lo mandó al punto de su muerte.
Respondióme que en todo decían verdad, sino en la daga, porque no fue daga, ni pequeña, sino un puñal buido, más agudo que una lezna.”
…
Para descargar el artículo completo pincha aquí: Los párrafos del corazón
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