François Ozon, uno de los grandes valores del cine francés actual, firma un soberbio melodrama acerca del valor real de la verdad y la mentira, de la frontera invisible entre la realidad y la fantasía como territorios del vivir, del remordimiento y la necesidad de perdón, del amor y la ausencia, ambientado en tiempos de la primera posguerra europea del siglo XX, cuando todavía se dejaba sentir la gran carga de odio latente entre vencedores y vencidos, pero era más necesario que nunca la creación de un ideal pacifista que, a la postre, resultaría fracasado.

Frantz cuenta la misma historia relatada por Ernst Lubitsch en Remordimiento (1932)

 La única película realmente dramática del director de Ser o no ser, que, a su vez, estaba basada en una novela de Maurice Rostand. En palabras del propio director francés, que dice haber mantenido algunas de las escenas que Lubitsch creó en la adaptación de la obra:

“Como siempre la puesta en escena es admirable, llena de inventiva, pero es la película de un cineasta estadounidense de origen alemán que no sabe que se perfila otra guerra mundial y que desea hacer una película optimista, reconciliadora (…). Mi punto de vista como francés que no vivió ninguna de las dos grandes guerras, sería forzosamente diferente”.

Adrien, un soldado francés, viaja hasta el pueblo en el que viven los padres y la prometida de Frantz, el soldado alemán al que mató en las trincheras, con la intención de revelarles su identidad, confesarles la verdad de lo sucedido y liberarse de su tormento interior, pero los inesperados acontecimientos que suceden le obligan a crear una ficción, que permita aliviar la pena y el dolor del anciano matrimonio y de la joven Anna, que les ayude a vivir sin el desasosiego de la tumba vacía y del desconocimiento de lo que realmente pasó en el frente.

Cuando Anna conoce la verdad de los hechos y, tras un viaje a la casa familiar de Adrien en Francia, descubre la actual vida de este y su compromiso matrimonial con una joven francesa, será ella quien invente otra mentira piadosa para proporcionar la paz y la ilusión necesarias a sus padres adoptivos.

Y es que, como señala el reciente premio Nobel Mario Vargas Llosa en su interesante libro La verdad de las mentiras: “Porque la vida real, la vida verdadera, nunca ha sido ni será bastante para colmar los deseos humanos (…). La ficción enriquece su existencia (la del hombre), la completa y, transitoriamente, la compensa de esa trágica condición que es la nuestra: la de desear y soñar siempre más de lo que podemos alcanzar”.

Ozon nos hace ver, por una parte, que entre la realidad y la ficción no hay pared, como no la hay entre el día y la noche y que, como sostiene José Manuel Caballero Bonald, nunca la realidad pudo ser sustentada sin aportar su parte de ficción; por otra, nos hace escuchar el eco de los versos de Pedro Felipe Granados: “Los muertos no se mueren/ definitivamente/ hasta que no les llega/ la sentencia implacable del olvido”.

Y además de todo ello, el director francés realiza un sugerente ejercicio fotográfico, en el que resulta primordial el trabajo con el blanco y negro y las escenas atravesadas por el color.

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