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A pesar de ser sabbath, el quince de agosto Oliver se había levantado a la misma hora de todos sus despertares: cuando el gallo llama a la luz y comienza a deshilvanarse la noche.
Luego, con los clarores que llegaban por el Oriente, oyó al mirlo desperezarse e iniciar su concierto de silbidos.
Poco después, pudo ver surgiendo del vientre de la mar un sol de frambuesa, que fue perdiendo su color mientras se iba desprendiendo del cordón umbilical.
Mientras la contemplaba pensó, sin reproches ni rencores, que seguiría habiendo albaquiras tan hermosas como ésta cuando él hubiera muerto, e imaginó cómo los ciegos podrían describirla por el tacto de la brisa tempranera.
También así debió ser el principio, ese tiempo anterior a todo en el que solo hubo desnudez y los dioses vivían a tientas.
Hacía pocas semanas que los médicos le habían confirmado que ninguna terapia podía detener a la metástasis que, desde su hígado, se había extendido hacia los demás órganos de su cuerpo con la misma determinación asesina con que las tropas nazis avanzaron de ciudad en ciudad, tras la invasión de Polonia.
Parece mentira cómo la vida cambia en un solo instante y la muerte deja de ser un ente abstracto para convertirse en una presencia cercana.
Ya no hay tiempo para vivir poniendo cierta distancia con la vida y la muerte, ya no se puede fingir que no se tiene miedo.
Oliver hojea las revistas científicas que le llegaron por correo la tarde anterior y sabe que los descubrimientos de los que dan cuenta no podrán salvarlo. Y, sin embargo, lee los artículos sin amargura.
Lo hace con la misma ilusión con que aprendió Sócrates a tocar en su flauta una última melodía la noche antes de morir: por el puro placer del conocimiento.
La proximidad de la muerte le devuelve la infancia pasada y le aboca hacia una infancia futura que ya no tendrá. Recuerda que fue un niño muy despierto: ajustaba cuentas y le salía un cuento, y no puede olvidar aquella noche salpicada de estrellas en la que la carne se hizo verbo y tuvo la primera relación con las palabras.
No quiere romper el descanso del séptimo día, pero siente una fuerza interior que le impide abandonarse hasta que vuelva a ser la del alba. Comienza a escribir su último artículo.
Los dedos aciertan con dificultad a encontrar las letras en el teclado del ordenador. No obstante, continúa escribiendo sin desasosiego, con una gran sensación de paz.
Sabe que bajo el sombrero del tío Tungsteno está toda la esperanza, y que los muertos no mueren sin que se haya pronunciado la sentencia implacable del olvido.
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Doctor en Farmacia
Autor de los libros: La Historia oculta de la Humanidad, La Farmacia en la Historia, Ajuste de cuentos y Viaje al levante almeriense, entre otros
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