Ex Machina

Deus ex machina (La divina sorpresa)

Aristóteles no era partidario del abuso con el deus ex machina”, pero tampoco se mostraba contrario a él de una manera absoluta. Bueno, salvo en el caso de Medea, donde la resolución de la obra mediante esa tramoya le pareció siempre abusiva.

¿Y qué puñetas es eso del deus ex maquina? Pues una bobadita teatral consistente en una tramoya que hace elevarse o descender a un personaje sobre una pequeña plataforma. Así, el personaje desciende como un dios, desde lo alto, pone orden, merced a sus diversas instrucciones y mandatos, y se abre por la misma vía, pero en sentido contrario, es decir: en sentido ascendente. La voz latina significa “el dios mediante la máquina”. Gracias a ese deus ex machina, se produce la anagnórisis (reconocimiento) de ese personaje divino, el cual, hasta el momento, solamente se manifestaba con el sonido de una voz, procedente de detrás de la escena, pero sin personaje. El teatro griego y el romano eran así: sugerentes, velados y terribles. Si no, que se lo pregunten a Edipo, a su asesinado padre Layo y a su madre y esposa, Yocasta. En el teatro clásico, los personajes son demasiado monocordes, tal como se recoge –posteriormente– en el medioevo, en los autos sacramentales, donde los malos son siempre pérfidos y los buenos muy empalagosos, por no decir gilipollas. Es Shakespeare quien –por bien del teatro– logra convertirlos en simpáticos. Los malos de Shakespeare siguen siendo unos hideputas, aunque simpáticos. Sus buenos, son bastante bobos, pero tienen veleidades carnales o son desiguales en bondad. Por tanto, y sin idea de equivocarnos, podemos afirmar que solo a partir de Shakespeare –de un modo general– los personajes de ficción son verosímiles.

Pero volvamos a los clásicos y observemos que no solo la tramoya dirige al personaje, sino que hay otros recursos, como la carátula. De ahí viene la palabra persona, del término “per sonna” (suena a través de, resuena), dado que las voces de los actores se deforman por la resonancia a través de las carátulas. Cada actor per sonna de manera diferente con una misma carátula, luego esa es la personalidad que le caracteriza. Pronto pasaremos el carnaval, pero nuestras máscaras no son carátulas y no per sonna nuestra voz con ellas.

Sin embargo, en nuestro mundo moderno, en el siglo XXI, el concepto de deus ex machina sigue vigente en este gran teatro de la vida en que nos desenvolvemos. Pongamos algunos ejemplos. Empezaremos por el cine, donde se posee un vestuario extraordinario, algo que la pobre Edith Head, la gran diseñadora de vestuario de Hollywood añoraría, si viviese. Pero no le quedarían atrás Roberto Torretta, Valentino o Balenciaga (bueno, ese no, porque su mente va por libre). De todas formas, el vestuario del cine no es tan real como el de la vida, puesto que su filtro artístico (Séptimo Arte, que le llamara por primera vez el ínclito Ricciotto Canudo) lo convierte en seductor y maravilloso siempre. Esto no sucede en la vida real, sobre todo desde que se

inventó el “pret-â-porter”. El cine utiliza constantemente el recurso del deus ex machina, y no siempre al final. Incluso en las películas cuajadas de macguffins (adendos inesperados que adornan, pero que carecen de suficiente sentido en la trama), como es el caso de “Con la muerte en los talones” (North by northwest), de Hitchcock, las sorpresas grandiosas aparecen, como la persecución por el monte Rushmore. Ese deus ex machina del Rushmore no es fundamental, pues la persecución era esperada (suspense), pero no su ejecución sobre un símbolo de esa categoría (el monte Rushmore), lo que añade la sorpresa al suspense, convirtiéndolo en un suspense sorpresivo.

En los desfiles suele sorprender su cabeza, donde quien marcha al frente de la parada (deus ex machina) aparece destacado por encima de los demás, o bien separado, al principio del “show”.

Para una persona achacosa, lo más irresistible es la ausencia del deus ex machina. Uno sufre tremendamente por las consecuencias de la lentitud con que se produce la mejoría, que jamás es “chuchi-pera” y le condena a los eternos paseos higiénico-dietéticos por la correspondiente y siempre citada “avenida de Cafarnaum” de cada ciudad (en Madrid, la Castellana o Arturo Soria, en Barcelona, la Diagonal y el passeig de Gràcia, en Burgos, el paseo del Espolón, en Granada, el paseo de las Angustias, el Salón y la Bomba, y así sucesivamente).

La irresistible sorpresa le puede llevar al que la goza a la reacción opuesta inevitable –la caída– porque, a ciertas edades, a uno le echan hasta de lo alto de cualquier tramoya. Por eso, cuanto más se sube, más gordo es el batacazo final. Hubo una gitana que se asombraba de la magnífica dentadura de su comadre, la ‘Olores, preguntándole acerca de la razón de tal perfección dental, dado que las melladuras y caries son usuales entre los calés (de hecho, los gitanos siempre llevaron dientes de oro, como el Pedro Navajas de la canción), a lo que a aquella, sin darle importancia, la gitana requerida le respondía:

–     No ví a tenelos bien, calorrí, pa el poco sirvisio que m’han dao.

La sorpresa suele ser frecuente en ciertas administraciones, donde se premian más las ideas que los conocimientos. Se utiliza para ello el conocido procedimiento indicativo (es decir, señalamiento con el dedo índice), metódica también conocida como “promotio per sua pulcra facies”. A veces la sorpresa es que no se produzca la esperada polacada, cosa harto infrecuente, porque el ser humano es bastante poco serio en sus apreciaciones, pues las filtra por un doble filtro de intereses y sentimientos.

Otras sorpresas irresistibles son las de la universidad. Lo que más me gusta del vestuario del docente es la prenda de cabeza, con un detalle fascinante: la borla (no, no he dicho la burla sino la borla). Las borlas que penden del birrete docente son graciosas a la par que elegantes. Nadie lleva borlas en su prenda de cabeza, salvo los profesores y laureados de máximo grado (doctores). Porque unos llevan gorra, otros gorro (la diferencia entre gorra y gorro es que la primera es más redondita, achatada y suele tener visera, mientras que el gorro se eleva hacia arriba con bastantes ínfulas y tiene alas, como ciertas

compresas femeninas). Muchas son las variedades de gorra: la de plato, el ros, el quepis… y los gorros no les quedan a la zaga: bombín, tejano, chistera… Hay quien lleva boina, otros usan el fez, la montera o el turbante. Finalmente, algunos gastan birrete (los jueces), pero estos no son como los universitarios, sino más parecidos a los bonetes eclesiásticos (por cierto, no olvidemos la teja, la mitra y el solideo, prendas místicas laureadas donde las haya) y, sobre todo, no llevan borlas. Porque hablar del turbante o la toca, nos transportaría a las mil y una noches o a las moradas teresianas. Por otra parte, la toga es muy similar a la que usan jueces y abogados, prima hermana de la capa, que todo (bueno y malo) lo tapa. Al bobo de Esquilache le disgustaba la capa y casi se organiza una guerra por ello. Faltaría la peluca, pero ya no se lleva, dado que una buena peluca es un magnífico campo de entrenamiento para el pulguerío. De todas formas, a mí me gustan las pelucas mucho más que esos looks de Cocoliso que no hace mucho pusieron de moda algunos deportistas de acrisolada horterez.

La sorpresa universitaria es más versátil en cuanto a la edad, pues depende de un concepto social de valor extraordinario: la amistad. Por tanto, la promoción universitaria es más un tema de suspense que de sorpresa, aunque no siempre es así. Y no me parece mal, puesto que todo entrenamiento es poco (incluyendo el genético) para aguantar a las hordas de alumnos y de políticos. Las más veces, el ascenso universitario conlleva una zozobra continuada, pues hay que leer todo lo que se publica, corregir exámenes de borricos e investigar (sobre todo la manera de eludir el acoso administrativo). Los docentes padecen ataques de los alumnos melones, que tienden a metamorfosearse en políticos indoctos, gestores de índole varia, delincuentes y rábulas diversos. Esos no les suelen perdonar el “cate” precedente y se sienten despreciados en lo más íntimo de su ser por habérseles demostrado que son lo que son: una caquita más o menos mona. Yo creo que debieran agredir a sus progenitores, pues al fin y al cabo son quienes les han hecho.

Por eso, la borla sirve para ahuyentar malas ideas, como un yuyu maravilloso que protege de las malas intenciones. Yo mismo creo que ciertos varones debieran de llevar borlas en los gayumbos, con objeto de limitar el pecado carnal a situaciones muy esporádicas.

De todas formas la maldad del docente es muy certera, dado que utiliza recursos del intelecto, que reviran mucho más que los de la fuerza bruta. Por eso, “el profesor que sale canalla… martiriza y nadie lo calla”.

El sorprendente se jubila tarde y mal. Le pasa lo que al ganado con resabio, que como embiste mal, acaba falleciendo a tiros de la Guardia Civil. Más que nada para que no sufra. Al sorpresivo no se le fusila, pero sí se le repele, haciéndole la vida imposible, eludiendo su confrontación y procurando anularle hasta que se le mate de un infarto. Quien sorprende es peligroso o peligrosa, porque nos supera en inteligencia y no le vemos venir. Téngase en cuenta que la estaticidad del rebuzno ha sido muy ponderada desde la antigüedad, en sumerios, hititas, aqueos y faraones, como el caso del todavía influyente Ramsés segundo (primero en Canarias).

Otro individuo que siempre nos sorprende es el bandi…, quiero decir el político. Su agnición (aparición súbita e inesperada) es irremediable porque, aunque parezca que se han acabado, siempre renacen de sus cenizas y tienen muchos grumetes, como los pesqueros cutres. En realidad se orientan ineluctablemente hacia el crisol. Son crisódulos puros, cuyo sensibilísimo (y dedicado) afecto al oro les lleva a una expansión, personal y circundante, algo más que notable. Un crisódulo –dice el filósofo romano Meriones– es aquél que adora el crisol (lugar donde se funden las monedas). A estos individuos les sucede a la inversa de los agujeros negros: lo rechazan todo y a todos, salvo lo que les engorda el bolsillo y su cohorte. Por eso, yo creo que habría que llamarles “agujeros blancos”, capaces de engordar y crecer como si la gravedad para ellos no tuviera presencia. Yo les aconsejaría un bonito escudo de armas con dos cuarteles: en el primero, un billete de 500 euros rampante en campo de oro, enroscándose a cetro imperial de platino, ricamente labrado, y en el segundo, una torreta petrolera manante sobre campo de pétalos de rosas; debajo, el lema “totus meus” y sobre el escudo, yelmo de bastardía escorando ora a derecha ora a izquierda, según adscripción de ciudadanía.

La sorpresa en el político es irresistible e irremediable, puesto que están encaprichados –que no apasionados– con eso de decirle al prójimo lo que debe hacer. Ello se fundamenta en lo que otrora dijera sir Oscar Wilde: “la pasión es efímera y el capricho perdura”. Y estos son unos seres bastante caprichosos y nada apasionados, dado que un temperamento pasional empeña la vida en sus actos, mientras que el caprichoso hace que sean los demás quienes la empeñen en su propio beneficio.

Los que cada vez sorprenden menos son los clérigos, los eclesiásticos. Antaño no era así, pero hoy en día la vida ha cambiado mucho. Los cardenales Ximénez de Cisneros, Richelieu o Mazarino ya no se llevan. Por tanto, mala profesión es la eclesiástica para las novedades, y menos para los bienes. Don Higinio, coadjutor de mi pueblo, se quejaba de lo mal que iba la cuestión del cepillo (y de eso hace ya cincuenta años). No es buena profesión, no. Don Higinio tenía toda la razón.

Existen otros seres sorprendentes, como mi gato, pero no son tan conocidos. Al fin y al cabo, si deus ex machina, cualquier debutante de menor cuantía, que se oponga al sistema, puede ser una novedad rentable (eso dicen los periodistas), como, del mismo modo, si una estrella enana blanca revertiera a sol, lo cual es dificilísimo (yo creo que no hay precedente), pero las cosas de los humanos se rigen por otros criterios, completamente ajenos a la fuerza de la gravedad y a la eclosión de las temperaturas.

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Sobre el autor

Coronel médico

Francisco Hervás Maldonado es Coronel Médico en situación de Reserva, Dr. en Medicina y Director del Grupo de Estudios clínicos en Lógica Borrosa. Fue Jefe de Servicio en el Hospital Central de la Defensa y Profesor de Ciencias de la Salud (Universidad Complutense de Madrid). Ha escrito varios libros y numerosos artículos relacionados con Gestión y Matemáticas de la Salud. Entre sus aficiones destaca la música y la literatura.


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