scherezade

La cadena de Scherezade

Una reflexión para la Sanidad

Cuando un médico es poco experto, corre el riesgo de caer en lo que se ha dado en llamar “la cadena de Scherezade”, en recuerdo de aquella famosa hija del visir que –para salvar su vida– se puede decir que literalmente “vivía del cuento”. Cada noche dejaba un cuento por contar, pero muy sugerido, con objeto de intrigar al rey, un soberano atroz que tenía por norma el mandar matar a sus amantes tras la cópula, como si de una Mantis religiosa se tratase. Dicha orden la ejecutaba el visir. Son, como sabemos, los cuentos de las mil y una noches. Lo bonito de estos cuentos –¡cuidado, que hay muchas versiones y no todas las traducciones son buenas!– es que suponen el enfrentamiento continuo entre el poder y la inteligencia, representados respectivamente por el rey y la hija del visir, Scherezade. Es nefasto abusar del poder, pero no lo es menos abusar de la inteligencia. Es malo ser un tonto laborioso, pero también lo es ser un malvado de luces.

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La cadena de Scherezade consiste en no dar por concluido un diagnóstico o un tratamiento jamás, transmitiendo nuestra perspicacia a la vida del paciente, que se sorprende y asombra al comprobar que actuamos como el motor de Carnot: máxima eficiencia y mínima eficacia. El paciente siempre necesita otra prueba, otro complemento terapéutico, otra interconsulta, etc. Su vida se convierte en una zozobra viajera por todos los servicios y especialistas que se nos vienen al coco, para al final concluir en un pensamiento socrático, acerca de su enfermedad: “yo solo se que no se nada”. Y vuelta a empezar (beguin the beguine).

¿Por qué nos comportamos así con esa o ese paciente, que no nos ha hecho nada, salvo la injuria de enfermar por nuestro camino? Pues yo creo que por exceso de celo, en parte, y por un desmán intelectual que nos posee, tal vez fiados en nuestra fatua creencia de posesión de una excelsa capacidad sobre vidas y muertes, como Apolos redivivos o como Asclepios inquietos.

Algo igual le sucedió a un marqués que conocí hace muchos años. Hombre de genio bronco, ademán culto y duda de esencia, que cuando llegaba la Navidad, esponjaba su corazón hasta la lágrima, besaba a los niños de sus sirvientes, a sus hijos y a cualquiera que pasase por su predio, asomándole la lágrima a los ojos con el roce de cualquier mínima brisa. El marqués de “Sepaqué” consideraba los sentimientos inmersos en un proceso cíclico, tocándole el amor a la Navidad. Nuestro marqués no era mala persona, sino que poseía una iteración del sentimiento. El sentimiento se estructura con sensaciones y adobos genéticos, en el plato de las experiencias. Las sensaciones son percepciones conexas y elaboradas.

El marqués de Sepaqué consideraba una obligación ejercer la caridad en Navidades, el olvido en el invierno, la salicia en primavera, el conformar en verano y la venganza en el otoño. Pero, eso sí, en Navidades amaba. Tal vez escoraba hacia el portal de Belén por condicionamientos culturales o puede que lo sintiese. De manera que encadenaba unas Navidades con otras, a la luz de los buenos sentimientos y el corazón abierto. Sin embargo, iba muy errado; porque los niños nacen a lo largo de todo el año, todos los días se intenta comer y hay que vestirse, dormir y reír siempre, a ser posible. La vida no es un valle de lágrimas. Eso lo hemos dicho los hombres, no Dios. La vida no es un tiempo de sacrificio. Eso tampoco lo ha dicho Dios, sino los hombres. La vida no es un cúmulo de sufrimientos. Eso lo hemos hecho los hombres, no Dios. La vida, para Dios, es un tesoro bellísimo e irrepetible, donde a cada segundo hemos de gozar de la incomparable dicha del cariño. La vida no se jerarquiza. La jerarquizamos los hombres. La vida es un milagro maravilloso que expresa la grandeza de su creador, que no es el hombre, por supuesto. Porque la vida es mucho más que las personas o los animales, o incluso los vegetales o minerales. La vida nace y muere a cada instante en nosotros. Nace cuando amamos y muere cuando odiamos.

Nada más acertado que aquella frase de Unamuno: “detrás de cada individuo grave y severo, se suele ocultar un tonto de capirote”.

Seamos realistas y gocemos de esa magnífica alegría que constituye el ser. No dejemos para luego lo que hoy es posible: vivir. No hagamos demasiados planes, que los planes los carga el diablo y rara vez llegan a cumplirse. Seamos buenas personas siempre, sin ambiciones absurdas, que solo son fuente de frustraciones propias y ajenas, sin categorizar más de lo imprescindible. No debe servirnos de ejemplo lo que no es ejemplarizante. Busquemos, como hace nuestra tradición cristiana, la realidad en nuestras raíces, que son universales: el amor, la lealtad, la confianza en los demás, la sencillez, la igualdad de todos en derechos y deberes, la comprensión, la promoción de la vida, el respeto a la naturaleza, a los animales y vegetales (un respeto afectuoso y lleno de ayuda hacia su existencia), pero por encima de todo, la sensatez. Ser sensato es aceptarnos –con alegría e ilusión– como somos y no pretender que seamos como ni podemos ni debemos ser. La jerarquía no ha de confundirse con la tiranía, ni el empleo con el deseo.

Cualquier día (Navidad, cumpleaños, éxito personal…) es un momento maravilloso que hemos de prolongar durante todo el año. Especialmente nosotros, los del gremio de la Sanidad, que vivimos inmersos en zozobras, desestabilizantes de nuestra felicidad. Que no pueda nadie herir nuestra ilusión ni engañar nuestra fe en el futuro. Por mucho y muy bien que se disfracen. Nosotros debemos estar unidos porque somos más, sin duda, y encima, tenemos razón. Y todo ello bajo la luz del cariño, en el respeto mutuo.

Tal vez ya va siendo hora de convertir la cadena de Scherezade en un humilde y elástico cordón. Tal vez nos falte el “quorum sensing” para ello, porque somos más egoístas que las bacterias, aunque yo soy optimista todavía.

Nuestra “cadena de Scherezade” ha de basarse en el día a día de felicidad, no en el engaño a los demás (eso es la política del momento), sino en la confianza de futuro y en el cariño. Tal vez un beso cada día es un gran argumento. Y sin duda pensar que nuestros pacientes pudiéramos ser nosotros ayudaría mucho.

Las glorias personales pasan, la vida es un rato que dura hasta que – como dijera San Agustín– nos vayamos a la habitación de al lado. No me cabe la más mínima duda de que todos nuestros familiares y amigos difuntos están aquí, pero no podemos verlos, porque nos lo impiden nuestras limitaciones corporales y, por desgracia, nuestro terrible egoísmo.

Por tanto, la cadena de Scherezade ha de fundarse en el amor. Otra cosa es una estupidez e indudablemente una mentira. Eso lo sabía muy bien San Juan de la Cruz, que definió la muerte santa como nadie jamás ha vuelto a hacerlo:

“En una noche oscura,

Con ansia en amores inflamada,

¡Oh dichosa ventura!

Salí sin ser notada

Estando ya mi casa sosegada.

(Noche oscura del alma).

Es la definición más bonita y esperanzadora de la muerte que conozco. Ahí no existe cadena de Scherezade que valga.

Sobre el autor

Coronel médico

Francisco Hervás Maldonado es Coronel Médico en situación de Reserva, Dr. en Medicina y Director del Grupo de Estudios clínicos en Lógica Borrosa. Fue Jefe de Servicio en el Hospital Central de la Defensa y Profesor de Ciencias de la Salud (Universidad Complutense de Madrid). Ha escrito varios libros y numerosos artículos relacionados con Gestión y Matemáticas de la Salud. Entre sus aficiones destaca la música y la literatura.


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