Homenaje a Gloria Fuertes (III)

Además de la gran exposición organizada en el Centro Cultural de la Villa de Madrid, el centenario del nacimiento de Gloria Fuertes se viene celebrando con numerosos actos (encuentros, lecturas, conferencias…), ediciones recopiladoras de su obra y con la reedición directa de una buena parte de sus libros.

Nosotros queremos poner nuestro pequeño grano de arena rescatando entre las cenizas de la memoria la iluminadora brasa de su participación en el ciclo de conferencias “la enfermedad desde el enfermo”, dirigido por el profesor José de Portugal, en la Universidad de Salamanca, cuando comenzaban los clarores de los años noventa.

Por el ciclo habían pasado ya escritores como Camilo José Cela, Gonzalo Torrente Ballester o Francisco Umbral, pero ninguno de ellos había conseguido una cercanía con el público asistente como la que logró Gloria Fuertes, hablando de su vivencia de la enfermedad, del “estar” y “ser” enfermo. Con su voz tan peculiar y su personalísimo decir (a veces, cuando hablaba, parecía estar leyendo alguno de sus poemas, pues Gloria hablaba como escribía o viceversa).

Gloria contó sin palabras que haya que buscar en los diccionarios que nada más llegar al mundo se encontró con la enfermedad del desamor, de la que se curó con tiempo y haciendo crecer hasta los límites de su pecho a su propio corazón: “Yo también nací un domingo./ Aunque cuando ‘me hacían’/ mis padres ya no se querían,/ (a mí tampoco)”.

Escapó por los pelos de la gripe española del dieciocho, que, en realidad, era americana, y cuando comenzó a andar, se encontró con otra de las enfermedades que no recogen los manuales de patología médica: la pobreza. Luego, “a los nueve años me pilló un carro/ y a los catorce me pilló la guerra;/ a los quince se murió mi madre,/ se fue cuando más falta me hacía…”. Dada la escasez de medios con que contaba la familia, ella recordó que era una “niña con zapatos rotos y algo triste porque no tenía muñecas”.

Cuando acabó la guerra, no tuvo para llevarse a la boca más que algunos de los bocados que, de vez en cuando, proporcionaban, las cartillas de racionamiento. Y se puso a escribir para comer.

Pasado el tiempo, su vida se convirtió en las páginas de “un libro loco de todo un poco”, en el que trató de contar todo lo que pasaba y todo lo que le pasaba. Entre los humores hipocráticos descubrió la risa amarga, que es la bilis negra; y, entre los remedios galénicos, la hierbarisa, que es la sonrisa dulce de quien sabe que no hay utilidad en la tristeza.

Para aliviarse la tos ronca que le provocaba el tabaco le escribió versos a los gatos: “Somos dos gatos,/ Mosquito y Ros,/ estamos malitos,/ tenemos tos./ Tose Mosquito/ y toso yo,/ y, por la noche,/ cuando dan las dos,/ nos da la tos a los dos,/ -a los dos“, o trató de convertirla en el mecanismo que permitiera aumentar la actividad ponedora de La gallinita: “Aquí te espero,/ poniendo un huevo”,/ me dio la tos/ y puse dos”.

Mientras tuvo aliento, sopló hasta llenar de aire un globo, dos globos, tres globos… y para impulsar al cielo una cometa blanca.

Pero un cangrejo con instintos malvados se le instaló en los pulmones y quiso adueñarse de todo su ser. Ella, que tantas veces había sido condoliente -¡cómo duele la ausencia de esta palabra en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua!-, compartiendo el sentimiento y el dolor del otro, pasó a ser doliente: “Estoy a solas con Dios y mi dolor”. Murió un insípido viernes de noviembre cuando contaba 81 años de edad: “Triunfé con mi poesía,/ pero no asistí a mi triunfo./ Si tengo algo mejor que hacer,/ tampoco asistiré a mi entierro.

Que sepas, querida Gloria, que aquel bebé al que dedicaste un ejemplar de El hada acaramelada llegó como tu habías previsto: “como una ola, como un pajarito sin cola”, llevando en la espuma de sus alas tu buena sombra y tu sentido de la generosidad… y una inmensa pasión literaria.

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