El viaje de Cervantes

Desde Ulises hasta nuestros días la idea de viaje como iniciación, como medio de descubrimiento y búsqueda de nuevos conocimientos, como vía de acceso a la alteridad cultural, ha impulsado a numerosos escritores a dejar plasmado en un libro el relato de sus experiencias como viajeros, y a no pocos viajeros a iniciar el periplo de la escritura, aunque unos y otros lo hayan hecho con finalidades distintas:

literarias, artísticas, históricas, sociológicas, científicas o geográficas, como demuestran las obras de una interminable lista de autores desde Homero y Herodoto a Ryszard Kapuscinski y Paul Theroux, pasando por Marco Polo, León el Africano, Alexander von Humboldt, Wolfgang Goethe, Lord Byron, Robert Louis Stevenson, Stefan Zweig, Paul Bowles, Lawrence G Durrell, Miguel de Unamuno, Camilo José Cela, Manuel Leguineche o Bruce Chatwin.

Cervantes: impenitente viajero

Desafortunadamente, Miguel de Cervantes nos privó de su ansiado Viaje a las Indias, pero, a cambio, nos regaló el viaje más apasionante que se haya hecho nunca a los confines de la literatura: el que narra las andanzas de El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

Y entre las dos partes que componen las aventuras y desventuras de Alonso Quijano también nos dejó algunos otros viajes memorables, como los de sus novelas ejemplares Rinconete y Cortadillo y El licenciado Vidriera, y un par de consejos impagables: “El ver mucho y leer mucho aviva el ingenio de los hombres”, “El andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos”. Además, Miguel de Cervantes fue un impenitente viajero durante toda su vida.

En efecto, a Miguel de Cervantes las suelas de los zapatos empezaron a gastársele ya de niño, con los diferentes cambios de domicilio, unas veces voluntarios y otras forzados, de su padre Rodrigo de Cervantes (Alcalá de Henares, Valladolid, Córdoba, Sevilla). En su juventud se afincó en Madrid de donde tuvo que huir a causa de una orden de prendimiento de la Justicia por haber herido en duelo a un tal Antonio de Sigura. Miguel tuvo que poner tierra y mar de por medio rumbo a Italia.

En poco tiempo se empapó del arte y del modo de vivir de Italia, de la que guardó siempre un grato recuerdo de sus estados y ciudades, hasta el punto de que al principio de El licenciado Vidriera hace poco menos que una guía turística de ella, describiendo, entre otras, la “hermosa y bellísima ciudad” de Génova, que parece tener “las casas engastadas como diamantes en oro”; Luca, “ciudad pequeña, pero muy bien hecha”; Florencia, que contenta al viajero “por su agradable asiento como por su limpieza, suntuosos edificios, fresco río y apacibles calles”; y Roma, “reina de las ciudades y señora del mundo”.

El primer destino de Cervantes en Italia fue precisamente la capital romana, en la que, además de descubrir sus ruinas, templos, edificios y secretos de sus calles, trabajó como ayuda de cámara de monseñor Julio Acquaviva, lo que le permitió visitar otras ciudades, como Milán, Venecia, Parma y Ferrara, además de las anteriormente comentadas.

A continuación, pasó al Reino de Nápoles, que por entonces pertenecía a la Corona española y cuyo territorio abarcaba toda la mitad sur de la Península Itálica. Y un buen día se alistó como soldado en la compañía de Diego de Urbina, en la que también prestaba servicio su hermano Rodrigo.

Era la época de la alianza del rey de España con la Santa Sede y Venecia para acabar con el Imperio Turco y sus reinos tributarios, y para lo cual se había propuesto a don Juan de Austria como responsable de las operaciones militares.

Cuando llegó el momento de entrar en acción, el alcalaíno fue asignado a la galera La Marquesa, que partió del puerto de Mesina y, tras hacer escala en la isla griega de Corfú, se dirigió al Golfo de Lepanto, en el Peloponeso, donde el 7 de octubre de 1571 tuvo lugar la famosa batalla naval, «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros», que acabó con la derrota del Turco, y en la cual Miguel de Cervantes recibió tres arcabuzazos, dos de ellos en el pecho y el otro en la mano izquierda, que le quedó sin movimiento, completamente inútil.

Tras su convalecencia en Mesina, se reincorporó al servicio militar, participó en varias campañas en el Mediterráneo y volvió a Nápoles, tras una breve estancia en Palermo.

En septiembre de 1575 Cervantes decidió volver a España, pero los corsarios berberiscos, que habían reemprendido sus actividades piratas en el Mediterráneo, capturaron la galera Sol, en la que viajaba Miguel con su hermano Rodrigo, en el Golfo de Rosas, frente a las costas de Cataluña (Cervantes reproduce el episodio de la captura en uno de los pasajes de La Galatea), trasladándolos en condición de cautivos a Argel, ciudad en la que existía un comercio floreciente gracias a los rescates pagados por la libertad de los cristianos apresados, a los bienes confiscados en los asaltos a las naves y en las raízas llevadas a cabo en las ciudades costeras europeas.

Según cuenta el erudito Antonio de Sosa, amigo y compañero de cautiverio de Cervantes, en la Topografía e historia general de Argel, esta ciudad era entonces un conjunto amurallado y abigarrado de casas blancas escalonadas sobre el mar, con calles estrechas y empinadas, bañado por un cielo siempre resplandeciente, en el que se veían numerosas mezquitas, edificios civiles y un animado zoco cerca del puerto; sin duda, lo que más llamaba la atención de los viajeros era la Casba o ciudadela y el palacio de Djenina que, además de residencia del rey o bahá, era la sede del gobierno y el lugar en el que se impartía justicia.

Tras cinco años de cautiverio y cuatro intentos de fuga, fue puesto en libertad gracias a la mediación de los padres trinitarios y 500 escudos de oro. La experiencia argelina está presente en la Historia del cautivo, que se encuentra en la primera parte del Quijote. El cautiverio en Argel causó una profunda transformación en la vida y el pensamiento de Cervantes, un hecho dramático, un vórtice, al que la escritura cervantina vuelve una y otra vez (El Quijote, La española inglesa, El amante liberal, Los trabajos de Persiles y Sigismunda…).

De regreso a España, Cervantes desembarcó en Denia, de aquí se dirigió a Valencia y, desde la ciudad del Turia, viajó a Madrid, en donde comenzó su trasiego de un sitio a otro, demandando alguna recompensa por sus servicios militares y tratando de conseguir algún empleo público; por fin, consiguió que se le encargase una misión, no aclarada del todo, en la ciudad de Orán, que por aquel entonces era una plaza fuerte española en la costa africana.

De vuelta a España por Cartagena, viajó hasta Lisboa, ciudad en la que había instalado su corte Felipe II tras la anexión a la Corona española del reino de Portugal, para dar cuenta al rey del resultado de la misión y con la idea de conseguir un nuevo empleo, acaso más estable, incluso en alguna de las plazas vacantes de las tierras del Nuevo Mundo, cosa que no pudo conseguir.

Un tanto frustrado, decidió volver a Madrid a comienzos de 1582. Pronto se integró en el ambiente literario de la villa madrileña y se enfrascó en la redacción de La Galatea. En los años siguientes viajó con cierta frecuencia a Toledo y Sevilla y, tras su matrimonio con Catalina de Salazar, se instaló en Esquivas, aunque yendo y viniendo a Madrid de manera frecuente.

En la primavera de 1587 –cuenta con casi 40 años de edad- aparece instalado en Sevilla, donde, por fin, obtuvo el cargo de proveedor de abastos para la Armada Invencible, al servicio de Antonio de Guevara, comisario general de la provisión de las galeras reales.

El puesto de recaudador le llevó a realizar durante varios años un ajetreado peregrinaje no solo entre Sevilla y Madrid, sino por toda Andalucía, que le reportaría muchos disgustos, ganándose no pocos enemigos y más de una paliza, algunas denuncias por malversación de dinero u otros bienes, un par de excomuniones (por requisar el grano que correspondía a la Iglesia) y otros tantos encarcelamientos. Cansado de su deambular mercantilista, en 1590 solicitó al presidente del Consejo de Indias “un oficio en las Indias” de las vacantes a la sazón: contaduría del reino de Nueva Granada, gobierno de Soconusco (Chiapas), contador de las galeras de Cartagena o corregidor de la Paz.

La respuesta fue otra vez negativa y decepcionante: «busque acá en que se le haga merced». A la vista de ello, no le quedó más remedio que proseguir con sus requisas como comisario de abastos y, una vez acabada esta misión, aceptó otra similar como recaudador de atrasos de tasas en el reino de Granada, lo que le depararía nuevos sinsabores y apresamientos

En el último de ellos, durante su estancia en la cárcel de Sevilla (1597), parece haber esbozado el plan novelesco de El Quijote, cuya primera parte se imprimiría en las prensas de Juan de la Cuesta en 1605, y quizás el desarrollo de Rinconete y Cortadillo (una de las doce narraciones breves incluidas en Las Novelas ejemplares, pero de la cual hubo, casi con toda seguridad, una versión previa a la edición de la primera parte de El Quijote).

De la mano de Pedro del Rincón y Diego Cortado, Cervantes describe en ella de forma detallada el ambiente de Sevilla, la ciudad más cosmopolita y rica del Imperio filipino.

Después del amargo trance carcelario el matrimonio Cervantes se instaló en Valladolid, pero el nuevo traslado de la Corte les hizo regresar a Madrid en 1606, viviendo en diversos domicilios del barrio de Atocha, el último una casa de la calle de Francos, esquina a la del León, frente al mentidero de los comediantes. Sin embargo, su espíritu viajero no descansaba y, en 1610, cuando ya contaba 63 años, intentó acompañar a don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, a su virreinato en Nápoles, aunque Lupercio de Argensola, encargado de reunir a la legación de poetas y escritores que debía acompañar a la comitiva diplomática, lo dejó fuera, lo mismo que a Góngora.

A pesar de ello, Cervantes no renunció a su espíritu viajero, como puede observarse en las principales obras que dio a la imprenta en los últimos años de su vida. Las Novelas ejemplares (1612) están cargadas de viajes y de personajes viajeros, que se trasladan de un lugar a otro (en ellas están escritos los nombres de un sinfín de lugares y ciudades de la Península Ibérica, Europa y América) por decisión propia, obligación o cualquier circunstancia forzosa, pero que, en cualquier caso, encuentran en el viaje un modo de curtirse, de enfrentarse a la vida, de relacionarse con los otros y de ir destilando su propia personalidad, su forma de ser.

El Viaje al Parnaso (1613) es una obra narrativa en verso, con rasgos de sátira menipea, novela picaresca y poema épico-burlesco, escrita con la finalidad de expresar la indignación frente a la injusticia del mundo literario madrileño y, al mismo tiempo, dejar unas notas autobiográficas o, al menos, reivindicadoras de las cualidades poéticas de Cervantes, y en la que cuenta el viaje literario, por geografías reales y míticas, que el autor y protagonista emprende con la misión de reclutar a los mejores poetas españoles para hacerse a la mar en un barco alegórico con destino al Parnaso y librar una batalla contra los poetas mediocres

Ddurante la travesía desde el puerto de Cartagena al monte Parnaso, situado al norte del Golfo de Corinto y supuesta morada de Apolo, dios de la poesía, el ejército de buenos poetas avistarán Génova, Roma y Nápoles, pasarán el Estrecho de Messina y se dirigirán hasta Delfos.

En la segunda parte de El Quijote (1615), aparte de las Lagunas de Ruidera (situadas en el corazón de la Mancha y que parecen “creadas como por el encanto del mago Merlín”) y otras localidades del Campo de Montiel, se describe el itinerario que siguieron Don Quijote y Sancho a través de tierras aragonesas hasta llegar a Barcelona la víspera de San Juan, pero desviándose de su proyectada visita a Zaragoza.

Y, puesto ya un pie en el estribo, escribió Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), una novela de aventuras en la que los protagonistas viajan por medio mundo, desde el lejano norte de Europa hasta llegar a Roma, la “Ciudad Eterna”, de cuya edición póstuma se encargarían su esposa Catalina y Juan de Villarroel.

Así pues, los viajes de las novelas cervantinas no pertenecen al género del relato de viaje propiamente dicho, pero presentan características muy próximas que merece la pena subrayar, como son el destierro, la peregrinación, la fragilidad del ser humano, la condición de extranjería o la mirada histórica (“La historia es ejemplo y aviso del presente, advertencia de lo porvenir”). El viaje se plantea en la obra de Miguel de Cervantes como forma de conocimiento, como camino de iniciación o aprendizaje vital, que es al mismo tiempo camino de libertad, de apertura a un mundo nuevo y extraño, en fin, como un estado de vida en el que prima la aventura.

El diálogo de Rinconete y Cortadillo tras su encuentro en la venta del Molinillo, resulta muy ilustrativo en este sentido: “… y, sentándose frontero el uno del otro, el que parecía de más edad (Rincón) dijo al más pequeño (Cortado): -¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para adónde bueno camina?/ -Mi tierra, señor caballero   -respondió el preguntado-, no la sé, ni para dónde camino, tampoco (…); el camino que llevo es a la ventura”.

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